Por Hernán Andrés Kruse.-

La inflación de octubre fue del 6,3%. Así lo acaba de informar el INDEC. Seguramente para cuando finalice este traumático año la inflación será de tres dígitos. El ministro de Economía sigue sin encontrarle la vuelta al problema. En este sentido cabe reconocer que es fiel a una larga tradición en materia de ineficacia de los ministros del área para hacer frente a la inflación. La guerra que le declaró a la inflación el presidente formal hace unos meses está, qué duda cabe, irremediablemente perdida.

El gobierno no tiene la menor idea de lo que hay que hacer para torcer el curso de los acontecimientos en materia inflacionaria. Reconozco que yo tampoco tengo la menor idea pero al menos reconozco mis limitaciones en la materia. No sucede lo mismo con los ministros de Economía que venimos soportando desde hace mucho tiempo, que se creen más preparados que aquellos estudiosos de la economía que fueron galardonados con el Nobel.

Si Sergio Massa tuviera un lapsus de humildad intelectual podría, por ejemplo, leer las enseñanzas que en materia de inflación y control de precios brindó a lo largo de su vida alguien que algo sabía de economía: Ludwig von Mises. Mises escribió, entre tantos libros, “Planificación para la libertad” (Bs. As., Centro de Estudios sobre la Libertad, 1986). El capítulo VI se titula “La inflación y el control de precios”. No le vendría mal-total, qué tiene que perder-leer lo que el economista austríaco decía sobre estos temas.

La inutilidad del control de precios

“En un régimen socialista la producción es completamente dirigida por las órdenes del órgano central de la producción. Toda la nación es un «ejército industrial» (término usado por Karl Marx en el Manifiesto comunista) y cada ciudadano está obligado a obedecer las órdenes de su superior. Todos deben aportar su cuota para la ejecución del plan integral adoptado por el gobierno. En una economía libre ninguna autoridad económica da órdenes a nadie. Todos planifican y actúan por sí mismos. La coordinación de las distintas actividades individuales, y su integración dentro de un sistema armónico que brinde a los consumidores los bienes y servicios que demandan, es realizada por el mecanismo del mercado y por la estructura de precios que genera.

El mercado guía la economía capitalista. Dirige las actividades de cada individuo en la dirección en que éste sea más útil a los deseos de sus compatriotas. El mercado, y nadie más, ordena todo el sistema social de propiedad privada de los medios de producción y de empresa libre, y lo maneja racionalmente.

No existe nada automático o misterioso en el funcionamiento del mercado. Las únicas fuerzas que determinan el siempre fluctuante mercado son los juicios de valor de los distintos individuos y las acciones derivadas de dichos juicios. El elemento fundamental del funcionamiento del mercado es el esfuerzo que cada hombre realiza para satisfacer de la mejor manera posible las necesidades y deseos de sus semejantes y los propios. La supremacía del mercado es equivalente a la supremacía de los consumidores. Estos últimos, a través de sus compras y sus abstenciones de comprar, determinan no sólo la estructura de precios sino también qué debe producirse, en qué cantidad, de qué calidad y quién debe producirlo. Determinan las ganancias o pérdidas de cada empresario, y con ello determinan quién debe ser el dueño del capital y dirigir las fábricas. Enriquecen a hombres pobres y empobrecen a hombres ricos. El sistema de ganancias y pérdidas consiste fundamentalmente en producir lo necesario, ya que las ganancias sólo pueden obtenerse si se tiene éxito en brindar a los consumidores los bienes que desean, de la mejor manera y al menor costo.

De lo expuesto surge claramente cuáles son las consecuencias de la intromisión gubernamental en la estructura de precios del mercado. Desvía la producción del destino que los consumidores quieren darle y la dirige en otra dirección. En un mercado no manipulado por la interferencia gubernamental prevalece la tendencia a expandir la producción de cada artículo hasta el punto en el cual una mayor producción no sería rentable por ser el precio de venta menor que los costos. Si el gobierno fija precios máximos para algunos bienes por debajo del nivel que el mercado libre habría determinado para ellos y prohíbe la venta al precio que el mercado habría establecido, los productores marginales incurrirán en pérdidas Si continúan produciendo. Los productores con más altos costos se irán de ese mercado y utilizarán sus medios de producción para la fabricación de otros bienes no afectados por los precios máximos. La interferencia gubernamental con el precio de un bien restringe la oferta disponible para consumo. Este resultado es contrario a las intenciones que originaron los precios máximos. El gobierno quería que la gente tuviera más fácil acceso a los artículos controlados, pero su intervención trajo aparejada la disminución de la producción y oferta de bienes.

Si la desagradable experiencia no enseña a las autoridades que el control de precios es inútil y que la mejor política a implementar es la de abstenerse de cualquier intento de controlar los precios, tendrían que agregar a la primera medida, que sólo fijaba el precio de uno o varios bienes de consumo, decretos adicionales. Surgiría la necesidad de fijar los precios de los factores de producción requeridos para la producción de los bienes de consumo controlados, y nuevamente la misma historia repetida en un plano más remoto. La oferta de aquellos factores de producción cuyos precios han sido limitados disminuye. El gobierno debe, otra vez, ampliar la esfera de sus precios máximos. Debe fijar los precios de los factores de producción secundarios, requeridos para la producción de los factores primarios. De este modo, tiene que ir cada vez más lejos. Debe fijar los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción, tanto de los materiales como del trabajo, y obligar a cada empresario y a cada trabajador a continuar produciendo a estos precios y salarios. Ninguna actividad productiva puede excluirse de esta fijación completa de precios y salarios, y de esta orden general de continuar la producción. Si algunas actividades fueran dejadas en libertad el resultado sería un traslado de capital y trabajo en su dirección y la consecuente caída en la oferta de bienes cuyos precios fueron fijados por el gobierno. Sin embargo, son precisamente estos bienes los que el gobierno considera de suma importancia para la satisfacción de las necesidades de las masas.

Pero cuando se llega a un estado de control total de las actividades económicas, la economía de mercado es reemplazada por un sistema de planificación centralizada, es decir, por socialismo. Los consumidores ya no deciden qué debe producirse, en qué cantidad y de qué calidad, y son reemplazados por el gobierno. Los empresarios no son más empresarios, han sido rebajados a la categoría de gerentes comerciales dependientes del estado y tienen que cumplir las órdenes del órgano central de dirección de la producción. Los trabajadores están obligados a trabajar en las fábricas que las autoridades les han asignado: sus salarios son fijados por decretos de las autoridades. El gobierno es supremo. Determina las ganancias y el nivel de vida de cada ciudadano. Es totalitario.

El control de precios es contrario a sus propósitos si se limita sólo a algunos bienes. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Los esfuerzos por hacerlo funcionar necesitan la ampliación de la esfera de bienes sujetos al control de precios hasta que los precios de todos los bienes y servicios sean regulados por decreto autoritario y el mercado deje de funcionar.

La producción puede ser dirigida por los precios establecidos en el mercado a través de las compras y abstenciones de comprar de los consumidores, o puede ser dirigida por las oficinas gubernamentales. No existe una tercera solución. El control gubernamental sobre algunos precios sólo arroja como resultado un estado de cosas que es considerado absurdo y contrario a su propósito por todos, sin ninguna excepción. Su resultado inevitable es el caos y la tensión social”.

Falacias populares sobre la inflación

“La inflación es el proceso mediante el cual la cantidad de moneda aumenta considerablemente a espaldas del mercado. El principal medio del que se vale la inflación en Europa continental es la emisión de billetes de curso legal no convertibles. En este país (EE.UU.) la inflación se nutre fundamentalmente de los préstamos que el gobierno obtiene de los bancos comerciales, como también del incremento en la cantidad de papel moneda de diferentes tipos y de monedas divisionarias. El gobierno financia su gasto deficitario a través de la inflación.

La inflación tiene como consecuencia una tendencia general hacia la suba de los precios. Aquellos que se benefician con el flujo adicional de moneda pueden aumentar su demanda de bienes y servicios vendibles. Si las restantes variables permanecen constantes, este aumento de la demanda debe provocar un alza de precios. Ninguna filosofía o silogismo puede evitar esta consecuencia.

La revolución semántica, que es uno de los rasgos característicos de nuestros días, ha oscurecido y distorsionado este hecho. El término inflación es usado con un sentido diferente. Lo que la gente llama actualmente inflación no es inflación, es decir, un aumento de la cantidad de moneda y sustitutos de moneda, sino el alza general de precios y salarios que, en realidad, es la consecuencia inevitable de la inflación. Esta innovación semántica es peligrosa y requiere nuestra atención.

En primer lugar, no existen más términos disponibles para referirse a la inflación, entendida ésta como lo que antes significaba. Es imposible combatir un mal que no se puede nombrar. Los estadistas y políticos ya no tienen la posibilidad de recurrir a una terminología aceptada y entendida por el público cuando quieren describir la política financiera que combaten. Deben realizar una descripción y un análisis detallados de esta política, mencionando todas sus peculiaridades y brindando explicaciones minuciosas cada vez que desean referirse a ella, teniendo que repetir este molesto procedimiento cada vez que hacen referencia a este fenómeno. Al no poder asignar un nombre a la política que incrementa la cantidad de moneda circulante, el problema persiste indefinidamente. El segundo mal es causado por aquellos que realizan intentos desesperados e inútiles para combatir las inevitables consecuencias de la inflación (es decir, el aumento de precios), ya que disfrazan sus esfuerzos de manera tal que parecen luchar contra la inflación. Mientras enfrentan los síntomas pretenden estar combatiendo las raíces del mal, y al no comprender la relación causal entre el aumento de la circulación monetaria y de la expansión de crédito por un lado, y el alza de los precios por el otro, de hecho agravan la situación.

Los subsidios son el mejor ejemplo. Como ha sido señalado, los precios máximos reducen la oferta porque los productores marginales incurren en pérdidas sí continúan produciendo. Para evitar esta consecuencia, los gobiernos ofrecen frecuentemente subsidios a los granjeros que operan con costos más elevados. Estos subsidios se financian con una expansión del crédito adicional. De este modo, la presión inflacionaria se ve incrementada.

Si los consumidores tuvieran que pagar precios más altos por los productos en cuestión no existiría ningún otro efecto inflacionario. Los consumidores podrían utilizar sólo el dinero que ya había sido puesto en circulación, para efectuar esos pagos adicionales. Por eso la supuestamente brillante idea de combatir la inflación a través de subsidios provoca, en los hechos, más inflación”.

La obsesión de Mauricio Macri

El ex presidente Macri está obsesionado con volver a ser nuevamente presidente. Es algo lógico y natural, propio de quien saboreó las mieles del poder. El poder, qué duda cabe, es una de las drogas más poderosas. Una vez que fue probada, es imposible dejarla. Le pasó a Alfonsín, a Menem y a los Kirchner. Macri, que es tan animal político como los presidentes anteriormente nombrados, no podía ser la excepción.

En su visita al programa de Joaquín Morales Solá en los estudios de TN, dejó bien en claro sus ambiciones políticas. Dijo: “No me gusta que me bajen ni que me pongan en ningún lado”. Reveló que lo dominan la tristeza y la preocupación a raíz del evidente deterioro del país y afirmó algo verdaderamente insólito: “si Perón viviera apoyaría a Juntos por el Cambio”. Consideró que el gobierno carece de rumbo: “el mundo está girando hacia Latinoamérica y Argentina está fuera del mapa”. “Estoy muy esperanzado por lo que siento en la calle. Como nunca antes veo una convicción de la mayoría de la sociedad a favor de un cambio profundo. No solamente de estilos, sino de formas de organizar la sociedad”. “Siempre creíamos que íbamos a encontrar un Maradona para cada cosa, que nos iba a salvar. Eso no existe. Existe una sociedad decidida a vivir dentro de la ley con sensatez. Y todo el mundo tiene que respetar la misma ley”. “El gobierno miente todos los días”. “El gobierno destruyó todos los precios relativos. Van a lograr que se vaya hasta el último de nuestros pibes. Estas ideas populistas se están por terminar porque la Argentina está por cambiar, empiezan 20 años de crecimiento en el país, porque es el fin del populismo, está por colapsar”. Afirmó que la herencia que deje el gobierno de Alberto Fernández “será mucho peor”·a la situación con la que él finalizó su presidencia. “Heredé el tercer subsuelo y prometí un edificio de 20 pisos. Pero llegué al piso séptimo. El resultado fue insuficiente frente a una enorme expectativa, y no pude ganar la reelección. Ahora estos señores volvieron del séptimo piso al séptimo subsuelo” (fuente: Perfil, 15/11/022).

Qué duda cabe que el ex presidente decidió radicalizar su discurso para impedir que Patricia Bullrich y Javier Milei le terminen quitando votos por derecha. Está sobreactuando, presentándose como un halcón cuando en realidad es un típico conservador, liberal en lo económico y autoritario en lo político. Su diagnóstico acerca de su permanencia en la Rosada entre 2015 y 2019 es la siguiente: “prometí el cambio pero no apreté el acelerador a fondo. No debí ser tan gradualista. El camino elegido fue el correcto pero en lugar de manejar el auto a 60 kilómetros por hora debí haberlo hecho a 120 kilómetros por hora”. Macri está convencido de ello. En consecuencia, si gana el año que viene no dudará en aplicar una política de ajuste impiadosa e inclemente. Lo positivo es que Macri se aferra al clásico latiguillo “el que avisa no es traidor”.

Una desagradable costumbre

Se ha transformado en una costumbre. Una desagradable costumbre. Un miembro de la clase política dice una barbaridad y luego intenta retractarse. Y siempre lo hace a medias, lo que es peor. Porque el daño ya está hecho. Pero como la memoria colectiva es frágil, en cuestión de días esos exabruptos pasan al olvido, sepultados por otros exabruptos y las posteriores disculpas a medias. Consciente de la predisposición del pueblo a naturalizar todo, incluso lo más abyecto, la clase política se siente impune, cree, con toda razón, que ningún ciudadano de a pie osará cuestionar sus polémicas frases. Porque a la larga, en el cuarto oscuro, el pueblo vota con el bolsillo.

En las últimas horas dos conspicuos representantes de la clase política tuvieron exabruptos por demás hirientes. Fue una cabal demostración de mal gusto y de falta de respeto por el pueblo. La flamante ministra de Trabajo, Kelly Olmos, dialogó con el experimentado periodista Jorge Fontevecchia. Consciente de su impunidad no tuvo mejor idea que expresar lo siguiente: “Después seguimos trabajando con la inflación, pero primero que gane Argentina”, en obvia referencia al mundial que en pocos días comenzará en Qatar. Confieso que quedé estupefacto luego de leer semejante sentencia. Porque al priorizar el fútbol sobre la inflación, demostró una nula empatía por el pueblo que padece semejante flagelo desde hace mucho tiempo. Emergió en toda su magnitud la escasa importancia que la ministra le otorga al problema, su particular escala de prioridades. Primero el mundial, luego la inflación.

Kelly Olmos padece amnesia histórica. Porque el gobierno de Alberto no será el primero que intente politizar un eventual triunfo ecuménico de la selección de fútbol. En 1978 la dictadura militar estaba siendo severamente cuestionada desde el exterior por las sistemáticas violaciones a los derechos humanos. El mundial celebrado ese año en territorio argentino le vino como anillo al dedo para intentar brindar al mundo la imagen de un país serio, civilizado y, fundamentalmente, unido. La conquista del equipo de César Luis Menotti logró que durante un tiempo el pueblo se olvidara de todo lo que sucedía a su alrededor. Cuando la algarabía cedió todo volvió a la normalidad. Consciente de ello la dictadura se valió, al año siguiente, del campeonato mundial juvenil celebrado en Japón para cohesionar nuevamente al pueblo en torno a los valores occidentales y cristianos. El éxito del equipo de Menotti alegró a la gente durante un tiempo. Y tal como había sucedido en 1978, al tiempo todo volvió a la normalidad. En 1980 el plan económico de Martínez de Hoz estalló por los aires y dos años más tarde se produjo la tragedia de Malvinas.

Ya en democracia tuvo lugar el campeonato mundial en México. Era el año 1986. El presidente Alfonsín gozaba de su mejor momento. El año anterior habían sido condenados los máximos responsables del terrorismo de estado y su gobierno había obtenido un claro triunfo en las elecciones de medio término. En julio el equipo de Carlos Salvador Bilardo obtuvo el campeonato. El júbilo popular fue indescriptible. Al año siguiente el gobierno perdió las elecciones de medio término y en 1989 Alfonsín debió anticipar la entrega del poder.

Estos ejemplos demuestran que la obtención del campeonato mundial de fútbol alegra los corazones. Pero nada más. Porque los problemas de fondo siguen vivitos y coleando. Si el equipo de Scaloni logra salir campeón todos festejaremos pero la inflación no cederá.

En un áspero cruce televisivo con la ex diputada española Pilar Rahola, el senador nacional por Juntos por el Cambio Luis Juez expresó: “Ningún argentino puede decir que la democracia le cambió la vida. La gente la está pasando muy mal. Hay mucho fanatismo y la violencia viene desde arriba. Uno ve que el que tiene poder cree que tiene la razón, pero no es así. Quieren imponer la razón con la fuerza y eso la sociedad lo nota” (fuente: Perfil, 14/11/022).

Vayamos por partes. La democracia le cambió la vida al pueblo. No es lo mismo vivir en dictadura que en democracia. El solo hecho de la posibilidad de elegir a quienes nos gobiernan marca claramente la diferencia de naturaleza que existe entre la dictadura y la democracia, pone en evidencia el cambio radical experimentado por la sociedad a partir del 30 de octubre de 1983. Lamentablemente, a partir de aquella histórica fecha la economía continuó empeorando sin prisa pero sin pausa. Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde, Kirchner, Cristina, Macri y Alberto fracasaron de manera estruendosa en materia económica. En ese sentido hoy estamos mucho peor que hace, por ejemplo, medio siglo. Hoy imperan el fanatismo y la intolerancia, que nada tienen que ver con una verdadera democracia. Pero siempre conviene tener presente aquella histórica afirmación de Winston Churchill: “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.

Anexo

El Informador Público en el recuerdo

Heridas que no han cicatrizado

23/03/2016

El 24 de marzo se cumple el cuadragésimo aniversario del golpe de Estado cívico-militar que derrocó a María Estela Martínez de Perón. Nunca en la historia se había anunciado tanto un golpe. En los meses previos, nadie dudaba de la poca vida política que le quedaba a “Isabel”. A fines de 1975, un sector de la Fuerza Aérea intentó hacerlo antes de lo planeado y fracasó, no por falta de apoyo sino porque no era el momento elegido. El 24 de marzo de 1976, la población se despertó con la noticia: “Isabel” había sido derrocada y posteriormente trasladada al sur en calidad de detenida. El gobierno quedó en manos de una Junta Militar integrada por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti. Como parte integrante de la misma, Videla fue elegido presidente. Su ministro de Economía fue un conspicuo representante de la oligarquía agropecuaria, José Alfredo Martínez de Hoz. Videla, Martínez de Hoz y el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, conformaron el ala “liberal” de la dictadura militar. En la vereda de enfrente se encolumnaban los seguidores del almirante Massera, el “macho” de la Junta, quien no ocultaba sus ambiciones políticas. Muy pronto ambos sectores lucharían por el control del gobierno, pese a que ambos coincidían en algo que para la dictadura era fundamental: la lucha contra la subversión. Desde un principio, la Junta Militar gozó de un amplio consenso popular. Negarlo sería, a esta altura de los tiempos, ridículo. La sociedad respiró aliviada al tomar conocimiento, esa mañana del 24 de marzo de 1976, del derrocamiento de “Isabel”. Atemorizados por la subversión (temor que fue alimentado por una eficaz tarea de los medios de comunicación), cuya amenaza militar había desaparecido el 23 de diciembre de 1975, cuando fue diezmada en Monte Chingolo, los argentinos nos tranquilizamos y decidimos darles un voto de confianza a los militares.

El aniquilamiento de la subversión (tal fue la orden dada por Ítalo Luder a mediados de 1975) fue el objetivo principal de la dictadura militar. Para no enemistarse con Estados Unidos y Europa, la Junta Militar y los altos mandos decidieron emplear “la capucha” como método para destruir a la subversión. Siguiendo el ejemplo de los militares franceses en Argelia, los militares argentinos aplicaron un terrorismo de Estado que asombró por su crueldad: secuestro de personas, interrogatorios de prisioneros en centros clandestinos de detención, ejecución y posterior desaparición de la mayoría de los detenidos, torturas y los vuelos de la muerte. Las principales víctimas del terrorismo de Estado fueron sindicalistas de base, seguidos por intelectuales, periodistas, estudiantes, sacerdotes; por todo aquél considerado “sospechoso” por las autoridades de facto, en suma. Mientras tanto, la guerrilla ejecutaba aislados pero mortíferos ataques que no hacían más que legitimar el terrorismo de Estado. En el área económica, Martínez de Hoz sentó las bases del capitalismo financiero en reemplazo del modelo industrialista que estaba vigente hasta ese momento. Se abrieron las importaciones y comenzó a hablarse de la privatización de las empresas estatales. En el área internacional la dictadura militar intentó acercarse a Estados Unidos y Europa Occidental, pero muy pronto desde el mundo occidental comenzaron a llover las denuncias sobre desaparición de personas. Incluso el gobierno demócrata de Carter se mostró muy preocupado, a tal punto que en 1979 decidió enviar al país a la funcionaria Patricia Derian para interiorizarse sobre la cuestión. A comienzos de 1977 un grupo de madres habían comenzado a reunirse todos los jueves en la histórica plaza clamando por el destino de sus hijos desaparecidos. Ese grupo de madres finalmente pasó a la historia con el nombre de “Madres de Plaza de Mayo”. Muy preocupado por la “imagen” internacional la Junta Militar se valió del Mundial de Fútbol celebrado en el país en 1978 para cohesionar a la sociedad. “Los argentinos somos derechos y humanos” fue el slogan que se utilizó en aquel entonces para contrarrestar lo que la dictadura entendía era una campaña de desprestigio orquestada desde el exterior. La victoria del equipo de César Luis Menotti le vino como anillo al dedo ya que presentó las demostraciones de júbilo popular en las calles como una palpable demostración de unidad y fervor populares. En 1980 la unidad de la Junta Militar comenzó a sufrir grietas y el plan económico de Martínez de Hoz no estaba dando los resultados esperados. En marzo de 1981 Videla fue reemplazado por el general Roberto Eduardo Viola quien designó en el ministerio de Economía a Lorenzo Sigaut, quien pasó a la historia con su frase “el que apuesta por el dólar, pierde”. Viola intentó acercarse a la Multipartidaria pero a fines de ese año las Fuerzas Armadas lo eyectaron del poder. Fue sustituido por Leopoldo Fortunato Galtieri, un halcón del poder militar. En Economía fue designado Roberto Alemann y en Relaciones Exteriores Nicanor Costa Méndez. Lo primero que hizo Galtieri fue enfatizar que las “urnas estaban bien guardadas”. En el verano de 1982 la situación económica empeoró y el 31 de marzo la CGT declaró un paro general con movilización a Plaza de Mayo, movilización que fue duramente reprimida. Cuarenta y ocho horas más tarde, casi como por arte de magia, el humor social de los argentinos cambió radicalmente. El 2 de abril un grupo comando recuperó por la fuerza el control de las Islas Malvinas. La Plaza de Mayo se cubrió de enfervorizados manifestantes quienes no fueron conscientes de lo que ese acto militar significaba para Gran Bretaña y Estados Unidos: un desafío al imperio anglonorteamericano. Pese a los esfuerzos del enviado de Reagan, Alexander Haig, por encontrar una solución negociada al conflicto, la intransigencia de Galtieri y Margaret Thatcher desembocaron en lo inevitable: la guerra. El conflicto duró un mes y medio y al final la superioridad inglesa impuso sus condiciones. La rendición de las tropas argentinas demolió a la dictadura militar y hundió a los argentinos en una profunda depresión. Atrapado y sin salida el régimen militar no tuvo más remedio que negociar con la multipartidaria la transición a la democracia. El 30 de octubre de 1983 el radical Raúl Alfonsín derrotó por doce puntos al peronista Ítalo Luder. Comenzaba otra época histórica en el país.

A partir de entonces mucho se dijo y mucho se escribió sobre la dictadura militar. Las nuevas generaciones probablemente estén convencidas de que el 24 de marzo de 1976 un grupo de lunáticos disfrazados de militares se adueñaron del país para saquearlo a su antojo. Nada más alejado de la realidad. Los militares que derrocaron a “Isabel” no nacieron de un repollo sino que formaron parte de una sociedad que en aquel entonces valoraba muy poco a la democracia. La dictadura militar cometió atrocidades, eso nadie lo pone en duda. Fueron actos que denigraron a la condición humana. Muchos de sus responsables recibieron el condigno castigo. Pero el golpe de Estado cívico-militar no puso fin a una época de paz y prosperidad, de tolerancia y respeto mutuo. Los militares no derrocaron a Isabel e implantaron una dictadura porque se les dio la gana, porque estaban aburridos o porque estaban alienados. Lo que aconteció el 24 de marzo de 1976 fue el fruto de lo que sucedió antes en el país, donde la democracia estuvo ausente durante décadas. Para comprender la decisión de las Fuerzas Armadas de adueñarse de la Argentina a sangre y fuego no queda más remedio que hacer un poco de historia. Porque la dictadura militar no fue más que el capítulo final de una gran tragedia que se extendió por mucho tiempo y que costó miles y miles de vidas. Ahora bien ¿cuándo comenzó la tragedia argentina? Si bien todos tienen el derecho de poner la fecha de su preferencia, en mi caso escojo el 20 de junio de 1973. No niego que lo más adecuado sería remontarnos al propio 25 de mayo de 1810 pero creo que lo más sensato es no irnos tan atrás en el tiempo. Aquel 20 de junio de 1973 fue trágico para el país. La izquierda y la derecha del peronismo se trenzaron a balazos en los campos de Ezeiza para zanjar la disputa por el control del peronismo. Perón, anciano y enfermo, decidió recostarse sobre los hombros de los dirigentes más importantes del peronismo de derecha, como José López Rega y José Ignacio Rucci. La notable elección de Perón el 23 de septiembre no detuvo el río de sangre. El 25, un comando (aparentemente fueron los montoneros) acribilló a Rucci, el hombre de confianza de Perón. La guerra estaba declarada. El 1 de mayo de 1974 Perón insultó a la juventud peronista y exclamó que había llegado la hora de hacer tronar el escarmiento. Perón murió el 1 de julio y el gobierno quedó en manos de “Isabel”, López Rega y Lorenzo Miguel. A partir de entonces y hasta el 24 de marzo de 1976 la Argentina se convirtió en un gigantesco campo de batalla entre la derecha y la izquierda del peronismo. Todos los días morían asesinados militantes de ambos bandos mientras el pueblo asistía perplejo y anonadado a lo que estaba sucediendo. Incapaz de conducir el timón del barco, “Isabel” hizo un postrer esfuerzo haciendo un desesperado llamado a elecciones presidenciales para 1976. Nadie la apoyó. Estábamos en presencia de la crónica de un golpe anunciado. Finalmente, “Isabel” cayó ante la indiferencia y el alivio de la inmensa mayoría de la sociedad.

Las heridas provocadas por la denominada “guerra sucia” aún no han cicatrizado. Lamentablemente, un tema tan delicado como éste fue utilizado con fines políticos por demasiada gente que evidentemente no desea que se sepa toda la verdad. Porque en esta trágica historia nadie fue inocente. Los grupos guerrilleros no fueron más que funcionales a los militares. Las muertes ocasionadas por la guerrilla no hicieron más que legitimar el terrorismo de estado. Otro gran responsable fue el propio Perón quien durante el exilio bendijo a “la juventud maravillosa” para luego escupirla de la Plaza de Mayo cuando se estaba muriendo. Ni qué hablar de Videla y compañía que aplicaron el terrorismo de Estado temerosos de lo que podría pensar Occidente si aplicaban la ley marcial. En aquella época la Argentina descendió a los infiernos por culpa de quienes no dudaron en matar a mansalva con tal de satisfacer su enfermiza avidez de poder. Hoy, a cuarenta años del golpe, la democracia parece estar lo suficientemente afianzada como para permitirnos recordar aquellos trágicos años con más calma y racionalidad, como para enseñarles a las nuevas generaciones que la violencia, al generar más odio y deseos de venganza, empeora las cosas. Ojalá que los argentinos hayamos aprendido esa lección de una vez y para siempre.

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