Por Luis Américo Illuminati.-

¡Dios, qué buen vassallo! ¡si oviesse buen señor! (Poema de Mio Cid)

«La ingratitud carece de ley», sentenciaba Séneca, y en la Argentina hay que decir que es una «ley no escrita». El desagradecido es un tipo muy parecido al mediocre, que al verdadero patriota no le llega ni al tobillo. Existen tipos nobles y generosos y existen los aprovechados, infames y cobardes. Es la misma diferencia abismal que hay entre el águila y la rata. Los necios y envidiosos no toleran al hombre que no es rebaño, el animal orejano. Por eso, siempre me fascinó -tanto como el poema de Martín Fierro- el Cantar del Mío Cid, y lo asocié al Gral. San Martín por la valentía, la nobleza y las injusticias que sufrió. Algunos seudo historiadores y críticos tendenciosos (de izquierda) lo mismo que a Cristóbal Colón pretenden desvalorizar las proezas y buena fama de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Menéndez Pidal, en una obra monumental, despejó toda duda sobre la vida del Héroe.

Los versos siguientes, para que se entiendan mejor, los he retocado un poco del castellano arcaico, los cuales me recuerdan las vicisitudes de personas que se jugaron por la Patria amenazada, primero en Tucumán y después en Malvinas. Hay un parangón entre éstos y el Cid, perseguido por el rey Alfonso VI (que sucedió en el trono a su hermano Sancho II, que fue asesinado). Los villanos en pedestales y los héroes en la picota. Los heroicos veteranos juzgados y vilipendiados por aquellos esbirros que en el pasado sembraron el terror y asesinaron con alevosía a miles de argentinos, víctimas como el coronel Larrabure, declarado hoy día «Siervo de Dios» por la Iglesia.

«Suspiró entonces el Cid, de pesadumbre cargado, / y dijo: ¡Loado seas, Señor que estás en lo alto! / Todo esto me han urdido mis malvados enemigos. / Más tarde en Burgos entraba, / en su compañía sesenta pendones llevaba. / Salían a verlo mujeres y varones, / por las ventanas se asoman. / Llorando, inundados los ojos, / ¡Todos sentían un dolor profundo! / ¡Dios, qué buen vasallo si hubiése buen señor! -decían todos con suma admiración- / Con gusto lo recibirían, mas ninguno osaba desobedecer al rey don Alfonso / que al Cid le tenía tan gran saña; / antes de la noche el Cid entró en Burgos, / Una carta con gran recaudo fuertemente sellada, decía / Que al Mío Cid Ruy Díaz, nadie le diese posada…/ Y aquel que se la diese perdería los haberes / y además los ojos de la cara, / y aún más, los cuerpos y las almas. / Muy tristes estaban los fieles cristianos; ocúltanse del Mío Cid, / nadie osa decirle nada / el Cid llegó a la puerta y la halló bien cerrada; / los que acompañaban a altas voces llamaban. / los de adentro de la casa no respondían. / Sólo una niña de nueve años salió y le habló al Cid / la niña -que parecía un ángel- le dice al Cid que siga su camino / pues aunque la gente querría ayudarle / nadie se atreve a hacerlo por las amenazas del rey.»

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