Por Justo J. Watson.-

Para la gran mayoría de las personas instruidas, incluido el periodismo de opinión de élite, la república constitucional y su aplicación práctica a través de la democracia representativa (y del Estado nacional que la tutela) son sin duda el modo de organización social a elegir día tras día así como el modelo a defender con convicción a futuro.

Un sistema que, aun con sus muchas y humanas fallas, conserva la cucarda de ser el mejor de todos los posibles, probados y por probar.

Podría decirse que la percepción casi unánime de nuestra flor y nata intelectual es que en materia institucional, crudo realismo mediante, hemos llegado al Fin de la Historia.

Es esperable que así se perciba y en verdad sería raro que tal no fuese el caso tras tantas generaciones (desde la primera presidencia de J. A. Roca, al menos) de adoctrinamiento educativo a todo grado y nivel, tanto en las bondades del Estado como en su inevitabilidad.

Con el pretexto que fuere (en nuestro caso, la integración sociocultural) se llevó adelante la sacralización laica de conceptos como Estado-Nación, constitución, bandera, himno o patria -heroica historia oficial incluida- con uso psicológico de la emocionalidad en apelación a ese mix natural de temores y anhelos que todos llevamos dentro.

El combo estatista quedó así inculcado en mentes y conciencias siendo pocos los pensadores de espíritu crítico que, venciendo pre-juicios, se han atrevido a indagar profundizando en los porqué, cómo, a quién benefician en la práctica y a largo plazo estos dogmas organizacionales, en apariencia inamovibles.

Hoy, esto está cambiando. Sacudidos por los remezones de la batalla cultural iniciada por los libertarios a caballo de la crisis terminal de nuestro pobrismo redistribucionista, la proyección futura de estos supuestos apoya sus plantas en un tembladeral de interrogantes.

El raciocinio y la curiosidad intelectual principian en la élite el lento horadamiento de preconceptos que hasta ahora eran casi cuestiones de fe.

En un nuevo escalón evolutivo “de la izquierda de la juventud a la derecha de la madurez” mentes argentas se abren hoy a pensar lo impensable. A considerar como Norte lo que hasta ayer era anatema oficial: la anarquía, cuidadosamente aprehendida como caos y abuso con miseria generalizada.

Porque, claro ¿qué fue entonces el largo periplo que terminó en diciembre (con bendición constitucional por parte de todas nuestras Cortes Supremas) sino un penoso tránsito hacia el caos y el abuso con miseria generalizada?

Recordemos que, despojada de sesgos estatistas, la palabra anarquía sólo significa “sin Estado” (del griego, an = sin + arké = mandato) y no “sin ley ni orden”. Vale decir, en anarquía puede haber gobierno… sin Estado. Algo a lo que el anarcocapitalismo claramente apunta como fin último.

Inobjetables estudios de opinión dan cuenta desde hace tiempo, por otra parte, de un alto porcentaje de la ciudadanía argentina que descree de las bondades del actual sistema; de la utilidad práctica, honesta, pedestre de la democracia representativa tal como hoy se la entiende y del eficaz funcionamiento del federalismo; duda seriamente de controles, contrapesos y divisiones de poderes.

Descree, en definitiva, de la conveniencia de la relación costo-beneficio (y chances de corrupción) que todos estos complejos organigramas y obligatoriedades entrañan.

Y comprende, confusamente, que no siendo un mayor autoritarismo en modo alguno la alternativa, lo libertario se erige por doctrina en sus antípodas.

Finalmente, toda explicación de por qué el republicanismo de una constitución escrita, por bella e ideal que sea, no funciona bien (o directamente funciona mal) en la mayor parte de los casos, no debería excluir las menciones que siguen. Ya que al quedar el Estado “controlante” integrado, obviamente, por seres humanos, no es sensato esperar que estos humanos “controladores” del resto se comporten contra-natura, cual ángeles, olvidando sus intereses particulares -innatos- para pasar a actuar movidos por una difusa “vocación de servicio público”.

Un sistema que se basa en la suposición de que debe controlarse a las personas para que no devengan algunas de ellas en “lobos del hombre”, es cuanto menos ingenuo en poner al comando de su ingenio coercitivo (el Estado) a una selección de esa misma gente, esperando que no hagan uso del poder concedido en su beneficio, el de sus familias, amigos y relaciones de conveniencia.

Una selección, además, cuyos cuadros de liderazgo se dirimen mayormente entre las personas que, durante años, con escrúpulos menguantes y tenacidad a toda prueba, mayores deseos de poder y estatus (o dinero) demostraron. Algo poco compatible con la tan meneada como poco frecuente “vocación desinteresada de servicio al prójimo” o con el remanido “amor incondicional a la patria”.

Por otra parte el Estado, ya sea considerado en sus estamentos municipal, provincial y nacional, en sus tres poderes de legislación, juicio y ejecución o en sus órganos de contralor, es al fin del día un solo ente cuyos ingresos (y los sueldos y ventajas de todos y cada uno de sus integrantes) dependen de una única fuente: los tributos que, bajo amenaza, el resto de la sociedad debe efectivizar.

¿Cuánto es esto? tanto como los individuos que integran ese Estado vayan decidiendo que es justo y apropiado, ya que son los que hacen sus leyes, las aplican y controlan por la fuerza su ejecución presupuestaria, sin que “la firma” quiebre por mal que haga las cosas.

Algo que no puede sino derivar en un continuo crecimiento de sus atribuciones; de su tamaño y prebendas corporativas (costos) en desmedro del sector que crea, produce, sirve y comercia bajo estrés regulatorio… mientras los sostiene.

La historia muestra casi sin excepciones cómo los niveles de imposición, regulación y control sobre casi todo han ido en aumento década tras década desde la creación de los Estados-Nación, democráticos o no, y su muy alienante monopolio territorial de la violencia.

Aunque tal vez no sea tanto como la entera “asociación criminal” del furibundo planteo presidencial, lo cierto es que tampoco “el Estado somos todos” sino que constituye claramente un subgrupo social cuyos integrantes, con nombre, apellido y número de documento, comparten el interés de que su parcialidad se afiance y crezca. En primer lugar (y es lógico y natural que así sea) en beneficio propio.

Si por ventura, revolución o voto se volviese al muy republicano Estado mínimo inicial de hace 250 años (objetivo final de los liberales clásicos de hoy), el proceso recomenzaría ya que el fallo no está en lo implemental sino en el propio sistema, analizado en forma holística. Uno que más allá de cualquier buena intención, auto control intra-estatal o bella constitución escrita previa, procura torcer nuestro inmodificable ADN y termina en toma de ventaja para las lobo-oligarquías de turno. En nuestro caso, las tres millonarias y ultra depredadoras oligarquías política, sindical y “empresauria”. Las mismas que hoy vemos bloqueando al primer presidente libertario en el Congreso.

La posición de nuestros intelectuales es análoga a la de las élites ilustradas de hace dos siglos y medio: la república era entonces una propuesta de “caos”, subversiva del orden establecido. ¿Acaso alguien conocía alguna democracia que funcionara, más allá del inaplicable (por antiguo) antecedente de la Atenas griega del siglo VI a.C.?

Todas las sociedades civilizadas se regían, desde luego, por monarquías; en gran medida absolutistas.

El “fin de la historia” en lo institucional que los demócratas defienden hoy con tanta vehemencia bien podría no serlo tanto… a la luz de la Historia.

El día en que una masa crítica indubitable de la ciudadanía comprenda cabalmente que lo libertario (lo contractual voluntario) es el camino más directo a una justa y expeditiva distribución social del ingreso y al más efectivo control de los siempre posibles abusos individuales de la humana naturaleza, el vuelco será completo y el sistema actual, fallido y abusador desde hace tanto, habrá finalmente colapsado.

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