Por Hernán Andrés Kruse.-

Luego de dar su discurso inaugural-de espaldas al Congreso-el 10 de diciembre pasado, Javier Milei pronunció las siguientes palabras desde el balcón de la Casa Rosada (fuente: Casa Rosada-Presidencia):

“Hola a todos. ¡Viva la libertad, carajo! ¡Viva la libertad, carajo! ¡Viva la libertad, carajo! (Gritos de viva y presidente). Le quiero dar las gracias a cada uno de ustedes, por venir y haberme acompañado, en este día de tanta alegría, en la jura de un presidente liberal y libertario. (APLAUSOS)

Ustedes saben, que he construido mi carrera política sobre decirles siempre la verdad, pero ustedes saben que prefiero elegir una verdad incómoda, antes que una mentira confortable. (APLAUSOS). Es por eso, que quiero que tengan conciencia, que vamos a empezar la reconstrucción, de Argentina, luego de más de 100 años de decadencia, pero volviendo a abrazar las ideas de la libertad y si bien vamos a tener que soportar un período de dureza vamos a salir adelante.

Es por eso, que hoy, los argentinos de bien hemos decretado el fin de la noche populista y el renacer de una Argentina liberal y libertaria. (APLAUSOS)

Por eso, es que -antes de finalizar estas palabras – quiero que nos vayamos con las palabras, que definen a nuestra forma de pensar, a nuestra línea de pensamiento, lo que va a ser el lineamiento de nuestro gobierno, fundado en las palabras, de nuestro máximo prócer de la libertad, Alberto Venegas Lynch (h), quién dijo que: “el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, cuyas instituciones son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la competencia, la división del trabajo y la cooperación social, donde solamente se puede ser exitoso sirviendo al prójimo, con bienes de mejor calidad, a un mejor precio”.

Por lo tanto, argentinos, pongámonos de pie y hagamos – nuevamente – grande a la Argentina. (APLAUSOS). Por lo tanto, abracemos estas ideas hasta ser una potencia.

Que Dios los bendiga y que las Fuerzas del Cielo nos guíen para ser en hacer el mejor gobierno de la historia.

¡Viva la libertad, carajo! ¡Viva la libertad, carajo! ¡Viva la libertad, carajo!”. Muchas gracias. (APLAUSOS)

Luego de extenuantes e insufribles meses de gobierno libertario, emerge en toda su dramática magnitud la colosal mentira del presidente. En efecto, si hubiera que sintetizar en una oración el engaño de Milei al pueblo, sería la siguiente: “el feroz ajuste que nos veremos obligados a implementar no recaerá, en esta oportunidad, sobre las espaldas de los sufridos trabajadores sino sobre las espaldas de la casta política”. Tal como aconteció en nuestro país cada vez que el gobernante de turno impuso un ajuste ortodoxo para congraciarse con el FMI, el ajuste libertario apuntó sus cañones contra los trabajadores y, fundamentalmente, contra los jubilados, es decir, contra los sectores más débiles de la sociedad, contra quienes son incapaces de oponerse al poder del estado.

En estos extenuantes e insufribles meses de gestión libertaria, la pobreza e indigencia se multiplicaron de manera vergonzante, al igual que el desempleo. Mientras tanto, el presidente dedicó gran parte de su tiempo a viajar por el mundo para congraciarse con la ultraderecha mundial, convencido de que está marcando un punto de inflexión, no sólo en la Argentina, sino en el mundo. A tal extremo llega su megalomanía.

En estos extenuantes e insufribles meses de gobierno anarcocapitalista, los grandes beneficiados gracias al ajuste impiadoso impuesto sin anestesia por Caputo fue, como siempre ha sucedido en nuestra patria, los miembros del círculo rojo, del poder económico concentrado. Estamos en presencia de un gobierno oligárquico, insensible e inhumano, de un gobierno que goza cuando se producen despidos a mansalva, cuando cierran pymes, cuando denigra a sus oponentes.

La pregunta que seguramente todos nos formulamos es la siguiente: ¿Por qué aceptamos con mansedumbre que un gobierno como el de Milei se ensañe con nosotros? Creo que si hoy tenemos un presidente como el libertario es porque los gobiernos que lo precedieron fracasaron estrepitosamente. Me refiero especialmente a los gobiernos de Macri y Alberto. La inmensa mayoría del pueblo se hartó de la política tradicional y decidió en las urnas entregar el destino del país a un desquiciado, olvidándose de aquella sabia máxima de Albert Einstein: “Locura es creer que se pueden obtener resultados diferentes utilizando los mismo métodos”.

A continuación paso a transcribir un artículo de Marcelo Figueras cuyo título es “El verbo y la carne” (El Cohete a la Luna, 21/7/024), en el que analiza el tema que me ocupa y preocupa. Se trata de la posición de un hombre de izquierda, cargada, por ende, de ideología. Personalmente discrepo con varias de sus posturas. Sin embargo, aconsejo su lectura ya que, me parece, ayuda a entender el drama de nuestro tiempo: nuestra incapacidad de rebelarnos ante el destrato, la violencia verbal y la tortura psicológica.

“Para ser sincero, no nos entiendo.

Durante décadas, cada vez que me propuse comprender por qué la sociedad argentina regaló su consentimiento tácito a la dictadura de los ’70 —por qué la toleró en un silencio que el tiempo tornó vergonzante—, caía siempre en la misma explicación. Me decía que el miedo había jugado un rol fundamental. La casta militar había dejado en claro que, con tal de sostener el orden que preservaba los privilegios de la oligarquía y de los Estados Unidos, era capaz de hacer cualquier cosa: censurarnos, proscribirnos, apalearnos, fusilarnos, bombardearnos. Y por eso nadie deseaba malquistarse con la inquieta muchachada de uniforme, a la que el Estado por ella secuestrado concedía licencia para cagarte a golpes, amordazarte y encerrarte, sin necesidad de explicarse ante la Justicia.

Pero lo que me parecía determinante era otro elemento. Yo pensaba —insisto: lo pensé durante décadas— que lo que explicaba la apatía aparente, la inacción ante el autoritarismo de un gobierno cuyas únicas credenciales eran la fuerza bruta, era el hecho de que la dictadura se había tomado el trabajo de ocultar sus medidas más salvajes. Nos habíamos bancado al régimen militar, como si esa dictadura hubiese sido apenas una más de la serie conocida, tan sólo porque ignorábamos que estaba secuestrando, torturando, violando, asesinando y desapareciendo cadáveres de hombres y mujeres, de viejos y de adolescentes, de monjas y de curas, de militantes comunes y de figuras excelsas en el campo profesional, artístico y político. Esa hipótesis le confería lógica a la docilidad de la sociedad de entonces. El cagazo que inspiraban los milicos sugería prudencia, temerles equivalía a ser realistas. Pero lo que explicaba la falta de reacción ante el horror era el desconocimiento, la completa ignorancia respecto del genocidio que estaban llevando a cabo. No hubo reacción expresa contra la criminalidad del régimen —pensaba yo— porque el grueso de la sociedad no sabía lo que estaba pasando. Y no puede esperarse de nadie que replique a una ofensa, cuando no es consciente de haber sido ofendido.

Sin embargo hoy, a casi medio siglo cronológico de distancia, la sociedad argentina —que se renovó, pero no por completo: muchos de los de entonces seguimos estando, y pensando, acá— está en manos de otro régimen. Y una de las características salientes de este nuevo régimen es que no hace esfuerzo alguno para disfrazar la tarea de destrucción que perpetra sobre el territorio y el bienestar del pueblo argentino. Al contrario, la exhibe como una bandera. Se vanagloria de su eficacia como bola de demolición, al servicio del capital internacional.

Por supuesto que entiendo que este régimen y aquel otro no son lo mismo. Aquel fue el producto de un golpe institucional contra la democracia, y torturó y asesinó a decenas de miles del modo más literal, mientras implementaba su programa de fondo: volver a una Argentina para pocos, una aristocracia económica de facto, rodeada por un mar de servidumbre en mansedumbre. En cambio este régimen de hoy tuvo su origen en la formalidad de una elección democrática, y no está torturando y matando gente, por lo menos mediante instrumentos materiales diseñados ad hoc. (No todavía, advirtamos.) Pero el daño que está infligiendo a millones cuyas vidas cotidianas se convirtieron en un campo de batalla —para quienes, desde que despuntó el año, el día es una sucesión interminable de impotencias seguidas de humillaciones— es concretísimo, y por ende mensurable. Su programa de fondo está a la vista, porque no lo disimulan: la disolución de Argentina como nación, como entidad política, cultural y social, para ser reemplazada por una suerte de Las Vegas, donde lo único que existe son un montón de casinos / negocios a los que viene a timbear y enriquecerse la gente de afuera. En el marco de este plan, parte del pueblo se reconvertiría como personal de servicio de los casinos / negocios, mientras que al resto no le quedará otra que integrarse al ejército narco.

Y sin embargo, no hay reacción. La gente sigue moviéndose por inercia, como si lo que está ocurriendo fuese normal y no una emergencia declarada, una circunstancia límite — un bombazo atómico que amplía el radio de su devastación minuto a minuto.

Así como digo que el daño que causa este gobierno es mensurable, admito también que, por un lado, la velocidad a que lo despliega desafía el ritmo de las calculadoras y que, por el otro, incluye rubros cuyo estrago es prácticamente invaluable. ¿Cómo medir el perjuicio que, por ejemplo, causa el cierre de la plataforma pública Cont.ar, que permitía acceso gratuito a contenidos culturales? En un país donde cada vez es más difícil, por lo oneroso, disfrutar de creaciones culturales, ¿no es una forma más de empujar al pueblo a depender tan sólo de la TV y de las redes, que están cada vez más tóxicas? ¿Cómo dar cuenta del daño que producen las medicaciones que dejan de consumirse, porque la guita ya no alcanza para darse el lujo de pisar una farmacia? No se hacen autopsias de cada persona que muere, y aun cuando se las realiza, la nula o insuficiente ingesta de medicamentos no es un causal del que queden registros.

Lamentablemente, el resto de las formas que privilegia este régimen a la hora de arruinarnos la vida está a la vista. Se come menos y peor. Se educa menos y peor. Se sana menos y peor. Se vacuna menos, perdonando la vida de los bichitos que generarán las futuras epidemias. Hay menos puestos de trabajo, peor pagos. Hay una crisis furibunda en materia de viviendas, el precio de los alquileres se puso inaccesible para muchos. Hay más gente —más familias— viviendo en las calles. La Nación está cada vez más endeudada, y sus ciudadanos individuales también. Y mientras tanto, el topo que se precia de horadar al Estado por dentro roe infinidad de sus antiguas funciones: suspende o espacia el mantenimiento de rutas, calles y puentes, elimina controles bromatológicos, descuida los tendidos de las redes eléctricas y del gas. (En pleno invierno, Cammesa acaba de abrir el paraguas para anunciar potenciales cortes masivos —el adjetivo lo escogieron ellos, no yo— durante el verano que se viene. Si todo sigue así, cuando promedie enero este país debería ser rebautizado «El Congo Verga».) Así, cierto día, más temprano que tarde, la vía por la que solés circular, el funcionamiento de tu casa y hasta tu estómago implosionarán y entonces te atormentarás, en el caso de que hayas tenido la suerte de salir vivo, preguntándote qué corno acaba de pasar.

La forma más gráfica y realista de describir lo que está ocurriendo sería imaginar una invasión, liderada por un nuevo Atila al mando de una horda de salvajes que viene a apoderarse de lo ajeno, sin el menor prurito respecto del pueblo invadido, puro pillaje y destrucción. Eso es lo que están haciendo, sin necesidad de exagerar: lo están rompiendo todo, saqueando hasta hartarse, vaciando los cofres del Estado y de los ciudadanos también, a consciencia de que cuando se retiren quedará tierra arrasada, un páramo donde ya nada funcionará como debía. Y lo están haciendo a la vista del mundo, como ocurre en las películas donde el bárbaro se apodera de tu casa, bebe tu vino, se limpia el culo con tus sábanas y esclaviza a tus hijos.

¡Si hasta lo anuncian con desparpajo! El ministro Caputo acaba de decir que la idea es que a la gente no le quede otra que vender sus dólares para pagar los impuestos. ¿Y qué va a pasar cuando se acaben esos dólares? ¿Y qué será de las mayorías que no tienen un dólar que vender? ¿Les van a embargar los ojos? ¿Irán a parar a cárceles de deudores, como el padre de Dickens en la Inglaterra pre-victoriana? En circunstancias como esas, la venta de un órgano o de un crío comenzará a sonar casi razonable.

Sin embargo, mirás alrededor y no parece que estuviese pasando algo similar. Todo finge seguir su curso, mientras la gente imposta una normalidad que ya está más allá de su presupuesto. Pero claro, las señales de la disonancia entre la pretensión y la realidad se multiplican, afectando el verosímil. Hay gente hurgando en el container de mi cuadra, en plena mañana helada de domingo. Circulan personas vestidas con gorros y ponchos improvisados a partir de plásticos y colchas, que caminan porque no tienen mejor modo de combatir el frío. El chino está vacío la mayor parte del tiempo, y cuando hay compras son minúsculas. La brecha entre la cantidad de autos y carritos cartoneros se agosta. Dos de cada cuatro timbrazos que alteran la paz del hogar son para pedir comida y ropa. Los umbrales se llenan de pendejos pero también de adultos que no tienen dónde ir y que, a medianoche, después de horas de fumar cualquier cosa, ya no están en condiciones de decir ni cómo se llaman. Hace horas me enteré de que un pibe pidió el encendedor Bic de un miembro de mi familia, porque lo necesitaba para —ningún disimulo, acá— fumar crack”.

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