Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 31 de julio, Infobae publicó un duro comunicado del Centro Carter sobre las elecciones en Venezuela. Según el organismo creado por el ex presidente Jimmy Carter, la contienda electoral “no se adecuó a los parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada democrática”. No fue posible “corroborar la autenticidad de los resultados de la elección presidencial declarados por el Consejo Nacional Electoral (CNE)”. El organismo denuncia una “grave violación de los principios electorales” y cuestionó a las autoridades del mencionado Consejo por presunta “parcialidad a favor del oficialismo y en contra de las candidaturas de la oposición”. A manera de colofón, el organismo contrapuso la vocación democrática del pueblo venezolano con “la ausencia de transparencia del CNE”.

La denuncia del Centro Carter es por demás relevante porque no se trata de una entidad que está al servicio de la ultraderecha internacional. Por el contrario, el Centro Carter fue invitado como veedor internacional por el chavismo en varias elecciones y jamás se había expresado de esta forma. Ello pone dramáticamente en evidencia la nula transparencia electoral. Si el gobierno chavista resultó victorioso, ¿cuáles son los motivos de su negativa a dar a publicidad las actas del comicio? ¿Por qué no confirmó la misma noche de la elección su triunfo? ¿Por qué desató una impiadosa cacería sobre quienes comenzaron a manifestarse en contra del increíble resultado del comicio dado a conocer por el oficialismo? ¿Por qué su victoria sólo fue reconocida por los países enemigos de Occidente, como Rusia, China e Irán? ¿Por qué el régimen chavista amenaza con encarcelar a María Corina Machado y Edmundo González Urrutia?

Qué duda cabe de que el régimen chavista manipuló los resultados de la elección de manera aviesa. Por si alguien aún cree en la transparencia de la elección, lo invito a que reflexione acerca de lo que afirmó Cristina Kirchner en México el pasado sábado 3 de agosto. “Pido, pero no solamente por el pueblo venezolano, por la oposición, por la democracia, por el propio legado de Hugo Chávez, que publiquen las actas”. “Es lo que tenemos que pedir, que se publiquen” (fuente: Infobae, 3/8/024), sentenció. ¿Alguien puede dudar de que si el comicio hubiera sido limpio Cristina hubiera pronunciado semejante frase? Lo mismo cabe decir respecto a la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, quien en las últimas horas sostuvo que Maduro no hacía más que ofender la memoria de Hugo Chávez por apañar una elección tramposa. “No tiene las boletas, no tiene nada”, sentenció (fuente: Infobae, 5/8/024).

Pero para hacer honor a la honestidad intelectual, hay que reconocer que lo que pasó el domingo 28 de julio en Venezuela lejos está de ser un hecho inédito en la historia electoral mundial. El chavismo no hizo más que engrosar la larguísima lista de ejemplos de autoritarismo electoral. Argentina es uno emblemático (recordar el tristemente célebre “fraude patriótico”).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Andreas Schedler (Universidad John Hopkins) titulado “Elecciones sin democracia. El menú de la manipulación electoral” (Estudios Políticos-Medellín-2004). Dada su longitud paso a transcribir partes del escrito. Saque el lector sus propias conclusiones.

INTRODUCCIÓN

“La idea de la democracia ha llegado a identificarse de manera tan estrecha con las elecciones, que estamos en peligro de olvidar que la historia moderna de las elecciones representativas es tanto un recuento de manipulaciones autoritarias, como una saga de triunfos democráticos. Dicho de otro modo, las elecciones han sido, históricamente, un instrumento de control autoritario, así como un medio de gobernación democrática. Desde los primeros días de la “tercera ola” de democratización global ha quedado claro que las transiciones para salir de regímenes autoritarios pueden conducir a cualquier lado. Durante los últimos treinta años, muchas de ellas han llevado al establecimiento de alguna forma de democracia; aunque muchas otras no. Las transiciones han dado origen a nuevos tipos de autoritarismo que no se ajustan a nuestras categorías clásicas de dictaduras militares, personales o de un solo partido. Han generado regímenes que celebran elecciones y toleran cierto grado de pluralismo y competencia multipartidista, pero que al mismo tiempo quebrantan las normas democráticas mínimas de manera tan grave y sistemática que no tiene sentido clasificarlos como democracias, por más salvedades que se introduzcan. Estos regímenes electorales no representan formas limitadas, deficientes o distorsionadas de democracia; son más bien ejemplos de gobiernos autoritarios.

Ha llegado el momento de abandonar las etiquetas engañosas para tomar en serio su naturaleza no democrática. Los regímenes autoritarios electorales ni practican la democracia ni recurren regularmente a la represión abierta. Organizan elecciones periódicas y de este modo tratan de conseguir, cuando menos, cierta apariencia de legitimidad democrática, con la esperanza de satisfacer tanto a los actores externos como a los internos. Al mismo tiempo, ponen las elecciones bajo estrictos controles autoritarios, con el fin de consolidar su permanencia en el poder. Su sueño es cosechar los frutos de la legitimidad electoral sin correr los riesgos de la incertidumbre democrática. Buscando un equilibrio entre el control electoral y la credibilidad electoral, se sitúan en una zona nebulosa de ambivalencia estructural.

Delimitar las borrosas fronteras del autoritarismo electoral es, inevitablemente, una tarea compleja y polémica. Tal vez la mejor manera de abordar el problema sea volviendo a examinar las presuposiciones normativas que subyacen a la idea de elecciones democráticas. Ahora bien, ¿qué significa “democracia” en este contexto? ¿Hasta qué punto es clara la distinción entre regímenes “democráticos” y regímenes “autoritarios”? Algunos argumentan que la democracia política no es una cuestión del todo o nada, sino de más o menos: la democracia no simplemente existe o no existe, sino que admite grados. Otros objetan que hay una diferencia cualitativa que separa la democracia del autoritarismo. Los regímenes autoritarios no son menos democráticos que las democracias; simple y llanamente, no son democráticos. Si bien el debate entre académicos y políticos ha despertado polémicas sin llegar a ser concluyente, el concepto de autoritarismo electoral combina ideas provenientes de ambas perspectivas. Introduce graduaciones, pero al mismo tiempo conserva la idea de umbrales.

LA ZONA DE NIEBLA

Hoy en día, la mayoría de los regímenes no son ni claramente democráticos ni completamente autoritarios; más bien ocupan la extensa y nebulosa zona que separa la democracia liberal del autoritarismo cerrado. Para ordenar este universo de regímenes ambiguos, algunos autores han trabajado con amplias categorías intermedias, como los “regímenes democratizadores” o la “semidemocracia”. Otros han desarrollado listas de “subtipos disminuidos” más específicos como, por ejemplo, la democracia “iliberal” o “delegativa”. En este texto propongo llenar el espacio conceptual entre los polos opuestos de la democracia liberal y el autoritarismo cerrado con dos categorías simétricas: la democracia electoral y el autoritarismo electoral. La tipología cuádruple resultante logra captar una variación importante en la extensa área que separa los polos, sin abandonar la idea de que es posible establecer una distinción significativa entre los regímenes democráticos y los autoritarios.

La distinción entre democracias liberales y electorales se deriva de la idea ampliamente aceptada de que las elecciones son una condición necesaria pero no suficiente para una democracia moderna. Este tipo de régimen no puede existir sin elecciones; sin embargo, por sí solas, las elecciones no bastan. Las democracias liberales van más allá del mínimo electoral, mientras que las democracias electorales no. Aunque éstas logran “sacar bien las elecciones”, no institucionalizan otras dimensiones vitales del constitucionalismo democrático, tales como el imperio de la ley, la rendición de cuentas política, la integridad de los funcionarios y la deliberación pública. La distinción entre democracia electoral y autoritarismo electoral se funda en la afirmación común de que la democracia requiere elecciones, pero no cualquier tipo de elecciones. La idea de autogobierno democrático es incompatible con las farsas electorales. Para decirlo con la frase estándar: las elecciones tienen que ser “libres y justas” para que valgan como democráticas.

En la democracia electoral, las contiendas cumplen con las normas democráticas mínimas; en el autoritarismo electoral, no. Actualmente, la mayoría de los regímenes autoritarios celebran algún tipo de comicios; sin embargo, no todos los procesos electorales son iguales. Es la naturaleza de estas contiendas lo que separa el autoritarismo electoral del autoritarismo cerrado. Algunas son parodias que nadie puede tomar en serio; otras son arenas de lucha que nadie puede ignorar. Además, tan pronto como las elecciones cruzan un umbral real, aunque difícil de especificar, de apertura y competitividad, tienden a adquirir una vida propia. Es posible que el umbral esté mal definido y tal vez su posición exacta varíe con el tiempo y de un caso a otro; pero una vez que un régimen lo cruza, las elecciones dejan de ser parodias y empiezan ya a cumplir “un papel suficientemente fuerte para la constitución del poder”, para que obliguen a los gobernantes y a las fuerzas de oposición a “preocuparse auténticamente” por ellas.

LA CADENA DE LA ELECCIÓN DEMOCRÁTICA

Para estudiar la compleja y controvertida frontera entre la democracia electoral y el autoritarismo electoral, parece fructífero tomar como base la idea rectora de que las votaciones democráticas son mecanismos de elección social en condiciones de libertad e igualdad. Para que se puedan considerar democráticos, los comicios tienen que ofrecer la posibilidad real de elegir autoridades políticas entre una comunidad de ciudadanos libres e iguales. Siguiendo a Robert Dahl, este ideal democrático exige que todos los ciudadanos disfruten de “oportunidades irrestrictas” para “formular” sus preferencias políticas, para “expresarlas” a los demás y para hacer que “tengan el mismo peso” a la hora de adoptar las decisiones públicas. Basándonos en lo que Dahl dice, definamos siete condiciones que deben existir para que las elecciones regulares cumplan de verdad la promesa de elegir democráticamente.

La lista que a continuación se presenta abarca todas las etapas, desde la estructura original hasta las consecuencias finales de la elección del votante. Juntas, estas condiciones forman una cadena metafórica que, al igual que una cadena real, sólo se mantiene unida en la medida en que cada uno de sus eslabones se conserva íntegro y sin fracturas.

1. Empoderamiento. Las elecciones políticas son ejercicios de poder ciudadano. Los votantes no eligen a las ganadoras de un concurso de belleza ni responden a las preguntas de una encuesta de mercadotecnia. Las elecciones existen para hacer que se seleccione, con carácter vinculante, a los “encargados más poderosos de tomar decisiones colectivas” de la sociedad como entidad política. Son actos de delegación de poder, de “empoderamiento” (empowerment).

2. Libre oferta. La idea de una elección democrática supone la libre formación de alternativas. Las elecciones sin alternativas (elections without choice) no cuentan como democráticas. Lo mismo es cierto para las elecciones donde las posibilidades de escoger se reducen a un estrecho menú de opciones formado bajo licencia y vigilancia del Estado. El repertorio de alternativas disponibles no puede ser diseñado por un gobierno manipulador, sino que tiene que estar determinado por los propios ciudadanos activos en un marco de reglas equitativas y universales.

3. Libre demanda. Las elecciones democráticas presuponen la libre formación de preferencias de los votantes. Los ciudadanos que votan atendiendo a preferencias inducidas no están menos limitados que los que deben elegir entre un conjunto manipulado de opciones. La democracia moderna se fundamenta en la premisa de que todos los ciudadanos por igual, sea cual sea su nivel de escolaridad o estatus social, tienen la facultad de tomar decisiones autónomas en el ámbito político. Sin embargo, para usar sus facultades, los votantes necesitan enterarse de las opciones con las que cuentan, lo cual a su vez significa que necesitan tener acceso a fuentes de información plurales. Si los partidos y los candidatos carecen de un acceso libre y mínimamente equitativo al espacio público, la voluntad del pueblo tal como se expresa en las urnas será, más que otra cosa, el eco de una ignorancia estructuralmente inducida.

4. Inclusión. En el mundo contemporáneo, la democracia exige el sufragio universal. Las restricciones del derecho al voto que solían aplicarse tomando en cuenta la propiedad, la educación, el género o la identidad étnica ya no son legítimas. El demos moderno incluye a todos los adultos, con excepciones muy delimitadas como (en algunos países) los delincuentes sentenciados y los enfermos mentales graves.

5. Protección. Una vez que los ciudadanos hayan formado libremente sus preferencias, deben poder expresarlas con plena libertad. El voto secreto tiene por objeto protegerlos de “injerencias externas” indebidas, sea en forma de coacción, compra de votos o hasta la simple desaprobación de sus vecinos. El carácter secreto del voto erige una barda institucional que intenta aislar el acto electoral de las presiones sociales del poder, el dinero y el ostracismo.

6. Integridad. Una vez que los ciudadanos hayan expresado libremente su voluntad en las urnas, tiene que haber funcionarios electorales competentes y neutrales que cuenten, y tomen en cuenta, sus votos de manera honrada y correcta. Sin la integridad y el profesionalismo de los funcionarios, el principio democrático de “una persona, un voto” se queda como una aspiración vacía.

7. Decisividad. Al igual que las elecciones que de entrada no ofrecen opciones reales, las que terminan sin tener consecuencias reales no se pueden considerar democráticas. Los ganadores deben poder asumir el cargo, ejercer el poder y concluir sus mandatos de acuerdo con lo que establecen los preceptos constitucionales. Ahí se cierra el círculo. Las elecciones tienen que ser “decisivas” ex ante, así como “irreversibles” ex post. Si los comicios no les confieren a los ganadores la facultad real de tomar decisiones públicas, entonces serán escenificaciones de mucho ruido y fragor, pero huecas, carentes de relevancia.

Las elecciones pueden ser consideradas democráticas si y solo si cumplen todos y cada uno de los rubros de la lista. La analogía matemática no es la simple suma de las dimensiones, sino la multiplicación por cero. El cumplimiento parcial de las normas democráticas no lleva a una democracia parcial. El quebranto manifiesto de cualquiera de las condiciones invalida el cumplimiento de todas las demás. Si la cadena de elección democrática se rompe en cualquiera de sus eslabones, los comicios no se vuelven menos democráticos; se vuelven no democráticos.

Situados en un nivel medio de abstracción y complejidad, esta manera de distinguir entre elecciones democráticas y autoritarias ofrece al menos dos ventajas distintivas. En primer lugar, reduce la distancia entre las concepciones continuas y dicotómicas de la democracia. Presta atención a los matices y la graduación, mientras toma en cuenta los “saltos cualitativos” en las polémicas regiones fronterizas que separan la democracia del autoritarismo. Exige que se ponga mucha atención en el detalle empírico, y al mismo tiempo ofrece un esquema conceptual que permite ordenar y ponderar los innumerables puntos que los observadores electorales verifican a la hora de evaluar procesos de votación. Aunque tiene presente la nebulosa zona de ambigüedad que separa la democracia del autoritarismo, ofrece una justificación sistemática para la idea de que los regímenes democráticos forman “totalidades delimitadas” (bounded wholes) –configuraciones coherentes de atributos esenciales.

En segundo lugar, la idea de una cadena de elección democrática coherente abre el camino a “comparaciones contextualizadas” de regímenes electorales.9 Los gobiernos autoritarios pueden entrar al juego del control electoral atacando cualquiera de los eslabones de la cadena. Pero sea cual sea el método o los métodos que elijan, la idea de que existan normas básicas indispensables, pilares todas del edificio complejo de la elección democrática, puede ayudar a revelar sus maniobras como lo que son”.

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