Por Hernán Andrés Kruse.-

Patricia Bullrich es una seria candidata a ganar las elecciones presidenciales que se avecinan. Es, además, una dirigente por demás experimentada. En consecuencia, debería cuidarse mucho a la hora de las palabras que utiliza para explicar sus propuestas económicas. Cualquier traspié en ese sentido será inmediatamente capitalizado políticamente, no sólo por el peronismo, los libertarios y la izquierda, sino también por la oposición dentro de Juntos por el Cambio.

En las últimas horas Bullrich no hizo más que darle de comer a las fieras. En declaraciones formuladas a La Nación + la precandidata presidencial por la principal fuerza de la oposición afirmó que si llega a la Casa Rosada “levantará las restricciones cambiarias lo más rápido posible”. Para lograrlo aseguró que apenas asuma buscará lo antes posible un acuerdo con el FMI para así “blindar de dólares” al país. “Nuestro objetivo es que bajo un nuevo acuerdo con el FMI podamos blindarnos”, sentenció (Perfil, 25/7/023).

Cuesta creer que Bullrich haya empleado una palabra íntimamente asociada a uno de los peores gobiernos desde que se recuperó la democracia en 1983. Me refiero, obviamente, al sustantivo “blindaje”, que fue utilizado para describir la ayuda que le brindó el FMI al gobierno de la Alianza cuando expiraba el 2000. Para colmo, la precandidata ocupó la cartera de Trabajo en 2001 y fue una de las responsables, junto al ministro de Economía Domingo Cavallo, del ajuste del 13% a las jubilaciones y pensiones para garantizar el déficit 0.

La reacción de la oposición fue de manual. “¿Vieron lo que nos espera si Bullrich es presidenta? Nos espera ajuste, ajuste y más ajuste”: he aquí la lógica respuesta del gobierno nacional. También la criticó con extrema dureza Rodríguez Larreta. En declaraciones a CNN Radio manifestó: “El blindaje fue algo que hizo De la Rúa y no lo vamos a repetir. Miremos la historia argentina, estudiemos. ¿Cómo terminó ese gobierno después de ese préstamo? ¿Así vamos a arrancar un gobierno?” (BAE Negocios, 26/7/023).

Siguiendo el consejo de Larreta recordemos qué fue el blindaje y que consecuencias tuvo para el pueblo. Buceando en Google encontré un interesante ensayo de Pablo Meniña (CONICET-Universidad Nacional de San Martín-Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) titulado “Ajuste, crisis y default. El FMI y la Argentina durante la gestión de De la Rúa (1999-2001)”. Sólo transcribiré la parte que el autor le dedica al blindaje.

LAS PRIMERAS NEGOCIACIONES: MUTUA COOPERACIÓN

“Durante los ‘90, el FMI apoyó enérgicamente la implementación de las políticas económicas ortodoxas inspiradas en el Consenso de Washington, a través de la suscripción prácticamente ininterrumpida de acuerdos desde 1989 y, en coyunturas de crisis externas, el otorgamiento de financiamiento multilateral. Los acuerdos del Fondo otorgaban un sello de confianza que promovía el ingreso de inversión extranjera directa o de portafolio, el cual, en un contexto de déficit comercial y creciente servicio de la deuda externa, era clave para sostener el régimen de convertibilidad con tipo de cambio bajo. La comunión de intereses entre la gestión de Menem y la comunidad financiera internacional en torno a la continuidad del programa de reformas estructurales pro mercado con convertibilidad y creciente endeudamiento externo, promovieron que ambos negociadores, aunque el Fondo de manera más pronunciada, mostraran una alta disposición a otorgar concesiones que contribuyó a configurar negociaciones con un bajo nivel de conflicto. Esto se manifestó en la aceptación de gran parte de las medidas exigidas por el organismo, junto al otorgamiento de waivers frente a los sucesivos incumplimientos de las metas fiscales y las reformas estructurales de mayor costo político por parte del gobierno. No obstante, hacia el final de la década, el Fondo manifestó un leve endurecimiento de su postura, como consecuencia de un sólido convencimiento sobre la necesidad de que el país implementara reformas estructurales para mejorar la competitividad y hacer sostenible el régimen de convertibilidad en un contexto de recesión local (1999 había cerrado con una caída de 3.4% del PBI) y restricción de la liquidez externa, resultante de las crisis financieras del Sudeste Asiático y Rusia y la suba de la tasa de interés en los EE. UU.

En este marco, en diciembre de 1999 asumió la presidencia Fernando De la Rúa, en representación de una Alianza conformada por la Unión Cívica Radical y el Frepaso. Si bien venció por diez puntos al Partido Justicialista (PJ) en la elección presidencial, el desempeño modesto en las elecciones legislativas y provinciales determinó un restringido margen de acción política, dado que no tendría quórum propio en ninguna de las dos Cámaras, y las principales provincias -entre ellas Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba- estarían gobernadas por el PJ o fuerzas provinciales opositoras. De la Rúa planteó como objetivo central restablecer el crecimiento económico en el marco de las posibilidades que permitieran el régimen de convertibilidad y la ortodoxia económica. Así, buscó suscribir un acuerdo con el FMI, ya que, según su diagnóstico, aumentaría la confianza de los mercados en el país, lo cual alentaría un incremento del flujo de capitales y una caída de la tasa de interés. Esto, a su vez, generaría la reactivación de la economía y un aumento de la recaudación impositiva, que permitirían afrontar con mayor holgura los servicios de la deuda y, por ende, mejorar la percepción de solvencia de la economía. Cabe señalar que, por entonces, los intereses de la deuda equivalían al 2.9% del PBI y al 14.3% de los ingresos nacionales y seguían su tendencia ascendente.

Este diagnóstico era compartido por los sectores financieros internacionales y locales, que promovían la reducción del gasto primario para garantizar el cobro de sus acreencias, y también por los países industrializados, interesados en evitar el agravamiento de las condiciones financieras globales. El Fondo coincidía en la preferencia por la vía ortodoxa del ajuste para restablecer el crecimiento y en la conveniencia de mantener la convertibilidad con tipo de cambio fijo. Por ende, sus exigencias durante la negociación giraron en torno a la reducción del déficit fiscal y la profundización de las reformas estructurales, en especial, la disminución del déficit en las provincias y la aprobación de una nueva flexibilización de las leyes laborales. Debido a que el régimen federal garantiza a las provincias autonomía presupuestaria, la Nación estaba imposibilitada de decidir sobre sus asuntos fiscales. En este marco, el Fondo exigió la inclusión de un compromiso en el acuerdo para que la Nación promoviera el ajuste a nivel provincial y el envío de un proyecto de reforma a la ley de coparticipación para antes de fin de año. Respecto de las reformas estructurales, exigió varias de las condicionalidades incumplidas por Menem en el acuerdo anterior (por cierto, todas como parámetros de referencia), en especial modificar la Carta Orgánica del Banco Central de la República Argentina para facilitar la liquidación de entidades financieras insolventes, transformar al Banco Nación en una sociedad anónima, reducir las jubilaciones y aumentar la edad jubilatoria de las mujeres a 65 años y aprobar una nueva flexibilización laboral.

Estas medidas contaban con el apoyo de los grandes grupos económicos, los acreedores y, en especial, los bancos. Como expresión de su estrategia cooperativa el gobierno las aceptó prácticamente todas. El mismo día en que la misión retornó a Washington, el Fondo anunció un entendimiento para la suscripción de un acuerdo Stand-by por tres años, que incluiría financiamiento precautorio por 7.200 millones de dólares. La implementación de una estrategia cooperativa por parte de ambos negociadores, aunque de manera mucho más pronunciada en el caso del gobierno, determinó que se configurara una negociación de bajo nivel de conflicto. No obstante, la aceptación del menú de exigencias del organismo prácticamente sin reservas implicó trasladar el conflicto al plano doméstico, en especial con los sindicatos y la oposición política respecto de la flexibilización laboral y con los gobernadores -la mayoría justicialista- en relación al ajuste provincial. Durante los primeros días de junio el FMI envió la misión correspondiente a la primera revisión del acuerdo. La coincidencia en los objetivos de política junto al muy buen desempeño en cuanto al cumplimiento de las condiciones establecidas, explica que la negociación tuviera un muy bajo nivel de conflicto.

El gobierno había aplicado un riguroso ajuste fiscal (el cual incluyó el recorte de algunas jubilaciones de privilegio y de los salarios de los empleados públicos) que le permitió cumplir todas las metas cuantitativas relativas al primer semestre de 2000, excepto la meta indicativa correspondiente al déficit provincial, sobre la cual no tenía capacidad de decisión. En relación a las seis condicionalidades estructurales, el gobierno las había cumplió todas a excepción del envío al Congreso del proyecto de reforma del régimen de coparticipación, el cual implicaba una compleja negociación con las 24 jurisdicciones provinciales. La firme orientación cooperativa se hizo visible en el envío al Congreso de impopulares proyectos de ley como el de transformar al Banco Nación en una sociedad anónima y el de la reforma de la seguridad social. Finalmente, aparecía la controvertida flexibilización laboral. Si bien la oposición del PJ bloqueó inicialmente el proyecto, el otorgamiento de 160 millones de pesos extra a los gobernadores destinados a financiar planes de desempleo, la incorporación de una cláusula que impedía bajar los salarios durante dos años y el supuesto otorgamiento de sobornos a senadores de la oposición contribuyeron a que el ejecutivo lograra la aprobación de la reforma. Ésta extendió el período de prueba a seis meses, redujo los aportes patronales para los nuevos trabajadores, descentralizó la negociación de los convenios colectivos de trabajo y eliminó la ultra-actividad.

El otorgamiento de sobornos para aprobar una ley que reducía los derechos laborales de los trabajadores por parte de un gobierno que había resaltado a la transparencia como uno de los valores de su gestión, puede comprenderse a partir del interés del ejecutivo por reducir la confrontación con el FMI, uno de los pocos actores internacionales de los que recibía apoyo político y financiero. Manteniendo su estrategia cooperativa, el Fondo no planteó ninguna objeción sobre los incumplimientos y aprobó la revisión sin agregar nuevas condicionalidades a las vigentes. No obstante, se trataba de cuatro reformas de profundidad estructural alta y, por consiguiente, alta conflictividad política: aprobar las reformas a la seguridad social, al Banco Nación, a la Carta Orgánica del BCRA y al PAMI. Por su parte, el gobierno presentó el presupuesto para 2001 incluyendo un nuevo recorte del 10% en los salarios públicos y otro del 60% de los gastos corrientes del Estado. Con un 20% del gasto público comprometido en el servicio de la deuda (unos 11.000 millones de pesos) para el año próximo, se advertía que de no producirse una mejora en las condiciones económicas externas, el gobierno tendría serias dificultades para mantener la convertibilidad, los pagos de deuda y cierto nivel de gobernabilidad”.

LA ESPERANZA FUGAZ DEL BLINDAJE

“Hacia el final del año 2000 la economía fue afectada por una fuerte inestabilidad financiera que disparó el índice de riesgo país por encima del promedio general de las economías emergentes y, por primera vez desde el inicio de la recesión, produjo una caída de los depósitos privados y de las reservas internacionales, poniendo en evidencia la incertidumbre de los agentes privados sobre la capacidad del gobierno para sostener la convertibilidad y el servicio de la deuda. Factores políticos y económicos contribuyeron a generar esta situación. Respecto de los primeros, se produce la renuncia del vicepresidente Chacho Álvarez, en disconformidad con la falta de compromiso del presidente para investigar la probable compra de votos en el Senado para aprobar la flexibilización laboral. Entre los segundos, se destacan el estancamiento estructural en el que estaba sumida la economía y la incapacidad de la política del ajuste para resolverlo. Esto se comprende por dos motivos: a) cada nuevo ajuste conllevaba una caída de los ingresos públicos por la reducción de la actividad económica; b) aunque el Fondo y el gobierno se concentraban en reducir el déficit provincial, éste representaba una parte menor del déficit total del sector público consolidado. El aumento del déficit fiscal se explicaba principalmente por el servicio de la deuda pública y, en segundo lugar, por la ampliación de la brecha del sistema de seguridad social, producto de la privatización del régimen previsional realizada a mediados de los ’90.

A fin de fortalecer la posición externa e infundir un shock de confianza, el gobierno acordó con el FMI el otorgamiento de un paquete de financiamiento extraordinario conocido como blindaje. El mismo incluyó una duplicación del crédito disponible con el FMI a 14.000 millones de dólares, acuerdos con el Banco Mundial y el BID sobre nuevos préstamos por 4.800 millones de dólares y un préstamo de España por 1.000 millones de dólares, lo cual totalizaba casi 20.000 millones de dólares de nuevos fondos puestos a disposición. Al incluir dudosos compromisos del sector financiero local e internacional para continuar suscribiendo bonos, el acuerdo se promocionó con la cifra de 40.000 millones de dólares con el propósito de conseguir un número lo más impactante que se pudiera para la opinión pública. En este marco, el Fondo giró créditos a la Argentina por 5.000 millones de dólares, lo cual significó el primer desembolso realizado por el organismo hacia nuestro país en poco más de tres años.

Dos razones permiten explicar el apoyo del Fondo a la convertibilidad frente al atraso cambiario: primero, porque un cambio iba en contra de los intereses de los acreedores externos, las concesionarias de servicios públicos privatizados (en su mayoría europeas) y los bancos privados (muchos de los cuales eran europeos y estadounidenses); segundo, porque la convertibilidad contaba con el apoyo de los sectores dominantes locales, pero también de las principales fuerzas políticas y amplios sectores de la población. Loser, por entonces director del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, señala al respecto: “Nadie, en la Argentina, quería devaluar. N-A-D-I-E. Eso no podíamos cambiarlo desde el FMI, donde también teníamos nuestras dudas. La opción de la devaluación no existía. Las alternativas eran: otorgar el blindaje o dejar que estallara la Argentina. Optamos por la primera”.

A cambio del financiamiento el gobierno mantuvo y reforzó su estrategia cooperativa con el Fondo, con la consiguiente profundización de los conflictos sociales en el plano doméstico. El organismo combinó una alta tolerancia frente a los incumplimientos de las condiciones pautadas para la segunda revisión, pero una baja disposición a otorgar concesiones frente a los temas en discusión relativos al futuro del programa. Esto determinó que la negociación relativa a los nuevos compromisos tuviera un mayor nivel de conflicto. El gobierno mostró un desempeño muy pobre con relación a las condicionalidades establecidas. Incumplió las metas cuantitativas más relevantes y de los cuatro parámetros de referencia pendientes sólo cumplió uno. No obstante, esto era menos el resultado de una baja disposición a implementar los compromisos por parte del gobierno, que de las restricciones económicas y políticas que enfrentaba para lograrlo. En este sentido, el desvío mínimo de la meta de gasto público expresaba el férreo compromiso con el ajuste fiscal. Asimismo, las reformas a la seguridad social, la Carta Orgánica del BCRA, la ley de entidades financieras y el Banco Nación habían sido presentadas al Congreso, pero fueron rechazadas por la mayoría justicialista.

En este contexto, la cooperación del FMI en la etapa de revisión fue decisiva para la continuidad del acuerdo. Ella se manifestó en la tolerancia al incumplimiento de las condiciones estructurales y la conversión a indicativas de todas las metas cuantitativas, lo cual evitó solicitar un waiver ante el Directorio. Con todo, el Fondo se manifestó exigente con relación a dos compromisos: la sanción del pacto fiscal entre la Nación y las provincias y la implementación de la reforma de la seguridad social. De hecho, estableció dos acciones previas sobre estos temas. El pacto fiscal establecía el compromiso de alcanzar el equilibrio presupuestario para 2005 y congelar el gasto público (a excepción de las erogaciones correspondientes al servicio de la deuda), a cambio de ver disminuida la tasa de interés que pagaban por el endeudamiento como resultado del blindaje. Luego de la presión del Fondo, que pospuso la llegada de la misión hasta tanto adhirieran al acuerdo, todas las provincias, salvo Santa Cruz, suscribieron el pacto fiscal.

La reforma de la seguridad social tenía tres medidas centrales: eliminar progresivamente el régimen de reparto, extender la jubilación de las mujeres a los 65 años y reducir las jubilaciones superiores a 600 pesos mediante la eliminación del aporte público. Debido a la presión del organismo, que condicionó el visto bueno de la segunda revisión a su aprobación, el gobierno finalmente lanzó la reforma por decreto. El ejecutivo pareció exultante, procurando transmitir la idea del inicio de un nuevo ciclo de crecimiento económico. Pero los hechos rápidamente opacaron su optimismo. Por un lado, la justicia suspendió el decreto de reforma de la seguridad social por inconstitucionalidad; por otro, los indicadores financieros se deterioraron como consecuencia de la crisis financiera en Turquía. Esto reavivó la desconfianza del sector financiero y las grandes empresas locales, que durante el primer trimestre de 2001 fugaron más de 12.000 millones de dólares para ponerse a resguardo de una posible devaluación.

La situación precipitó la renuncia del ministro Machinea en marzo, reemplazado por Ricardo López Murphy. Éste propuso un drástico ajuste de 2.000 millones de pesos centrado en la educación que contó con el apoyo de los acreedores, el sector financiero y el FMI; pero la fuerte oposición del sector productivo, los sindicatos y todas las fuerzas de la oposición desencadenaron su renuncia a quince días de haber asumido. En lo que fue interpretado como la última oportunidad para restablecer la confianza externa, De la Rúa convocó al Ministerio de Economía a Cavallo, quien contó con el apoyo de prácticamente todos los sectores dominantes y los sectores medios. En un principio Cavallo adoptó un discurso autodenominado “neokeynesiano”, desde el cual planteaba reactivar la economía mediante políticas fiscales y monetarias contracíclicas. Así, anunció intempestivamente la incorporación del euro en la paridad del peso con el dólar, lo cual implicaba una devaluación “encubierta”. Aunque la medida nunca entró en vigencia, porque no se cumplieron los requisitos establecidos, aumentó las dudas en la comunidad financiera internacional acerca de la sustentabilidad del régimen monetario-cambiario.

En este marco, el Fondo llevó adelante la tercera revisión del acuerdo. El gobierno mostró un desempeño desparejo con relación al cumplimiento de las condicionalidades. Había cumplido prácticamente todas las estructurales, pero debido al deterioro de las condiciones económicas las metas cuantitativas habían sido casi todas incumplidas. El tema más conflictivo fue la disminución del déficit fiscal. Manifestando su creciente confrontatividad, el FMI se negó a elevar la meta anual de déficit, tal como había sucedido en los años anteriores, y reclamó medidas ortodoxas para reducir la brecha fiscal como la aprobación de un impuesto a los débitos y créditos en cuentas corrientes y la aplicación de un ajuste adicional de 1.000 millones de pesos. Las medidas, resistidas por los sectores productivos y sindicales, alentaron el visto bueno de la Gerencia a la tercera revisión, que fue aprobada por unanimidad en el Directorio y permitió el desembolso de 1.200 millones de dólares.

Como consecuencia de la falta de financiamiento privado, el gobierno llevó adelante un canje voluntario de deuda -conocido como megacanje- en condiciones muy desventajosas. A cambio de reducir en 12.000 millones de dólares los pagos de interés y capital entre 2001 y 2005, aumentó los pagos en los siguientes 25 años por 66.000 millones de dólares. El megacanje, que aunque fue apoyado por el FMI se trató de una decisión del gobierno, evidenció la extrema fragilidad de un régimen económico que llevaba más de dos años en recesión y cuya viabilidad se veía cada vez más difícil al limitarse el crédito externo. Por otra parte, transformaciones en curso en los EEUU y el FMI harían aún más difícil el acceso al financiamiento y, por ende, la continuidad de la convertibilidad. En primer lugar, a partir de la asunción de Bush cobraron relevancia las propuestas de los sectores neoconservadores para reducir el riesgo moral. Éstos argumentaban que el otorgamiento de paquetes de salvataje a los países que atravesaban crisis financieras, como había sucedido en México, el Sudeste Asiático y Rusia, fomentaba el endeudamiento irresponsable de los países y las malas políticas de crédito de los acreedores privados, quienes subestimaban el riesgo de incobrabilidad de esos préstamos. En estos casos, debía encararse una reestructuración de la deuda. Se esperaba que la reducción del financiamiento del FMI propiciara la adopción de un mayor “autocontrol” y prudencia por parte de los países y del sector financiero, que no contarían con la expectativa de los créditos del organismo ante una crisis. Paralelamente, Köhler se manifestó a favor de introducir reformas en consonancia con esos planteos. En particular, veía con buenos ojos que el Fondo se concentrara en la prevención más que en la resolución de crisis; apoyaba el establecimiento de límites al financiamiento y el involucramiento del sector privado en la resolución de crisis. No obstante, consideraba que era preciso mantener los créditos a los países en desarrollo, para preservar la capacidad de intervenir sobre sus políticas económicas”.

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