Por Hernán Andrés Kruse.-

EL DISEÑO DE ELECCIONES AUTORITARIAS

“La recapitulación que acabamos de hacer acerca de las bases normativas de elecciones democráticas toma en cuenta todas las dimensiones de las decisiones electorales, desde sus objetos hasta sus repercusiones. La cadena de elección democrática está completa. No hace falta añadir ningún eslabón; ni tampoco hay que quitar alguno. Sin embargo, los gobernantes autoritarios tienen más de una manera de romper cualquiera de los eslabones. Los límites a la imaginación autoritaria no son lógicos, sino empíricos. Los gobernantes pueden seleccionar una serie de tácticas que los ayuden a extraerle el núcleo democrático a las contiendas electorales. Lo que expongo a continuación únicamente debería entenderse como una lista preliminar e incompleta, que corresponde a los siete eslabones enumerados precedentemente.

1. Los gobernantes autoritarios pueden prevenir las amenazas potenciales que emanan de elecciones populares, circunscribiendo el rango de cargos que están sujetos a elección popular; pueden establecer posiciones reservadas, sustraídas de la contienda electoral. Algunos gobiernos autoritarios permiten que los votantes tomen determinaciones sobre la ocupación de posiciones subordinadas de autoridad pública, mientras que ellos mismos, los gobernantes, mantienen los centros de poder aislados de las presiones electorales. Los comicios locales en Taiwán hasta principios de los años noventa, así como las elecciones legislativas en el Marruecos de hoy y en Brasil durante el régimen autoritario (1964-1985), ejemplifican tales estrategias de confinamiento electoral.

Adicionalmente, los autoritarios a veces impiden que los funcionarios elegidos adquieran poderes auténticos estableciendo dominios reservados que excluyen a los funcionarios electos de campos centrales de política pública. Permiten que las posiciones formales de poder estatal se ocupen por medio de las elecciones, mientras retiran áreas políticas de crucial importancia de su jurisdicción. Guatemala a fines de la década del ochenta, Chile después de Pinochet y la Turquía de los años noventa constituyen ejemplos de cúpulas militares que erigieron bardas legales alrededor de ciertos dominios políticos con el fin de evitar interferencias democráticas.

2. A veces, los gobernantes autoritarios logran salir victoriosos de las elecciones de transición no por su propia “inteligencia, sino gracias a la ineptitud de [sus] oponentes”. No obstante, con una frecuencia lamentable, los regímenes no democráticos encuentran la manera de maquinar el fracaso de los partidos de oposición. La mayoría de los regímenes electorales autoritarios carecen de algo que se pueda llamar un sistema de partidos consolidado. Los gobernantes autoritarios precavidos pueden sacar ventaja de esta situación fluida e incierta tratando de dividir o marginar a los grupos de oposición poco avezados.

Los medios de los cuales se valen los gobiernos autoritarios para asegurar la exclusión de los competidores son múltiples. La tentativa de asesinato o el asesinato real de oponentes, como sucedió en Togo en 1991 y en Armenia en 1994, constituyen las formas más extremas de depuración del campo de candidatos. Es mucho más común que los autoritarios recurran a técnicas menos violentas, como la prohibición de partidos y la descalificación de candidatos. Expulsar a los partidos y a los candidatos del juego electoral a veces constituye un simple acto de arbitrariedad.

A menudo, sin embargo, los partidos gobernantes crean instrumentos legales a la medida, que les permiten excluir a los oponentes de la competencia electoral. Las leyes electorales del México posrevolucionario mantuvieron fuera de la arena electoral a los partidos regionales y religiosos, así como a los candidatos independientes. En Costa de Marfil, Kenia y Zambia los presidentes en funciones usaron las “cláusulas de nacionalidad” para evitar la participación de sus más serios competidores. En Gambia, el golpista Yahya Jammeh impuso una nueva Constitución que dejó a toda la élite política del país fuera del juego electoral. En buena parte del mundo árabe, los movimientos islamistas radicales están proscriptos por ley (como en Egipto, Túnez y Argelia), o bien se los acepta pero con rigurosos controles (como en Yemen y Jordania). En Irán, actualmente, la trayectoria revolucionaria de los candidatos está sujeta a la rigurosa evaluación de parte de organismos del Estado y autoridades religiosas.

Cuando menos, desde la época de los antiguos romanos y su política de divide et impera (divide y vencerás), los gobernantes autoritarios han intentado causar la fragmentación entre sus oponentes. Declarar ilegales a los partidos de oposición y permitir que únicamente los individuos no afiliados compitan en las elecciones, como ocurrió en Taiwán hasta 1989, o prohibir los partidos en general, como sucede en Irán y Uganda en la actualidad, representa la estratagema más radical para desorganizar la disidencia electoral. No obstante, los gobiernos autoritarios tienen otros métodos más sutiles de evitar que la oposición se unifique. En ocasiones logran debilitar a los partidos de oposición recurriendo a prácticas informales, como lo hizo el presidente de Kenia, Daniel arap Moi, al “hostigar o sobornar a los líderes de cualquier partido nuevo hasta que se producía la escisión o los miembros clave desertaban”. También pueden diseñar instituciones formales que contribuyan a este fin, como lo hizo el presidente de Perú, Alberto Fujimori, al introducir una forma extrema de representación proporcional para las contiendas legislativas (lo que naturalmente fomenta la fragmentación partidaria).

3. Para evitar que los votantes se enteren de las opciones disponibles, los gobernantes a veces tratan de impedir que las fuerzas de oposición propaguen sus mensajes de campaña. De esta manera, los disidentes pueden quedar fuera del espacio público cuando se les niega su derecho a hablar, a reunirse pacíficamente o a desplazarse libremente; o cuando se les priva de un acceso razonable a los medios de comunicación y a recursos de campaña. La formación de preferencias ciudadanas puede restringirse tanto por la vía de un tratamiento represivo de la oposición como por medio de su tratamiento inequitativo.

Para que las elecciones cuenten como democráticas, tienen que ocurrir en un ambiente abierto en el que las libertades civiles y políticas no estén sujetas a la represión. No obstante, varios regímenes ponen de manifiesto una “extraña combinación de elecciones notablemente competitivas con dura represión”. Las autocracias electorales del sureste de Asia han recurrido a la práctica de “contener la participación liberal”, aunque toleran la competencia electoral, lo cual ha dado como resultado “una mezcla vacilante de libertades y controles”. En muchos países subsaharianos, las contiendas electorales han estado acompañadas de violencia generalizada patrocinada por el Estado. Fareed Zakaria describió como “democracias iliberales” a los regímenes que “ignoran rutinariamente los límites constitucionales a su poder y privan a los ciudadanos de sus derechos y libertades básicos”. Desde luego que son iliberales, ¿pero serán acaso democráticos?

Cuando los gobiernos autoritarios se dirigen a los votantes para obtener su sello de aprobación electoral para seguir en el poder, a menudo se enfrentan a los incipientes partidos de oposición en condiciones de inequidad radical. Invariablemente, esta inequidad tiene que ver con el dinero y el acceso a los medios de comunicación. Usualmente, quienes ejercen el autoritarismo electoral disfrutan de un amplio acceso a fondos públicos y de una favorable exposición pública. Todo el aparato del Estado –que muchas veces incluye a los medios de comunicación controlados por el gobierno– está a su entera disposición, y con frecuencia logran hostigar o intimidar a los medios de comunicación privados para que (por lo menos) ignoren a los candidatos de la oposición.

4. Desde la invención del gobierno representativo, los actores políticos han tenido la tentación de controlar los resultados electorales regulando la composición del electorado, sea por medios formales o informales. En el mundo contemporáneo, privar formalmente a los ciudadanos del derecho al voto es una cosa difícil de vender, tanto interna como externamente. El apartheid legal ha dejado de ser un modelo viable. Hoy en día, aun las autocracias electorales más curtidas suelen conceder el sufragio universal a sus ciudadanos. Por consiguiente, la verdadera punta de lanza del asunto está en la privación informal del derecho al voto. La “limpieza étnica”, la persecución, la eliminación física y el desplazamiento forzado de ciertos grupos de ciudadanos, como fue el caso de los negros no hablantes del árabe en Mauritania a principios de la década del noventa, es la vía más atroz para despojar a los ciudadanos de su derecho al voto (y de mucho más).

Los autoritarios menos burdos pueden recurrir a técnicas más sutiles. Pueden idear métodos de registro de votantes, requisitos de identificación y procedimientos de votación que son universales en el papel, pero sistemáticamente discriminatorios en la práctica. También pueden manipular las listas de votantes, añadir o borrar nombres ilícitamente, o impedir que “votantes incómodos” lleguen a las casillas de votación arguyendo falsos motivos legales o técnicos.

5. Los votantes tienen que ser aislados de presiones externas indebidas para que puedan elegir con libertad. Si es el poder y el dinero lo que determina las decisiones electorales, entonces las garantías constitucionales de libertad e igualdad democráticas se convierten en letra muerta. Es evidente que la violencia o la amenaza de violencia (al igual que formas más sutiles de intimidación) pueden impedir que los votantes ejerzan su libre elección. Cuando los gobernantes autoritarios recurren a la violencia sistemática en contra de los candidatos de oposición, la sociedad civil y los medios de comunicación independientes –como lo hizo Robert Mugabe, presidente de Zimbabwe, en 2000– quizá tengan éxito o quizá no, pero es obvio que han rebasado los límites de la política democrática.

La coacción de votantes equivale a la colonialización de las casillas electorales por el poder; la compra de votos, a su colonialización por el dinero. La preocupación por el “control clientelista” de los votantes pobres tiende a surgir cuando la competencia electoral se desarrolla en contextos de profunda desigualdad socioeconómica. En consecuencia, en muchas democracias nuevas, como las de Filipinas y México, los partidos reformistas y las asociaciones cívicas se han preocupado por los operadores políticos corruptos que tratan de comprar los votos de los más desfavorecidos.

6. Aun cuando las condiciones preelectorales permitan la competencia libre y equitativa, es posible que los gobiernos autoritarios intenten tergiversar o romper la voluntad del pueblo a través de prácticas “redistributivas” (fraude electoral) o reglas de representación “redistributivas” (sesgo institucional). Prácticas y reglas electorales no son “neutrales” sino “redistributivas”, en cuanto alteran de manera sistemática los resultados del juego electoral (la distribución de votos y escaños) en detrimento de algunos actores y en beneficio de otros.

El fraude electoral implica la introducción de sesgos en la administración de las elecciones, y puede ocurrir en cualquier etapa del proceso electoral, desde el registro de los votantes hasta el conteo de votos y el anuncio oficial de resultados. Abarca actividades como la falsificación de credenciales de elector, la quema de urnas o la alteración del total de votos alcanzados por determinados partidos o candidatos. Invariablemente, estos actos vulneran el principio de igualdad democrática. Las prácticas fraudulentas distorsionan las preferencias de la ciudadanía negando el sufragio a algunos ciudadanos, y al mismo tiempo amplificando la voz de otros. Es evidente que la alquimia electoral ha sido una de las prácticas favoritas de gobiernos autoritarios preocupados por la incertidumbre de las elecciones de transición. Desde Haití hasta Perú, desde la antigua Yugoslavia hasta Azerbaiján, desde Burkina Faso hasta Zimbabwe, los partidos gobernantes han arreglado o han intentado arreglar las votaciones. De 81 elecciones impugnadas, registradas en todo el mundo durante el decenio del noventa, cuando menos en el cincuenta por ciento de los casos, los partidos de oposición afirmaron haber sido víctimas de fraude.

Los gobiernos autoritarios también pueden instituir reglas de representación que los beneficien de manera grosera, otorgándoles una ventaja decisiva cuando los votos se traducen en escaños. En lugar de crear un marco de competencia mínimamente neutral, imponen reglas marcadamente “redistributivas” para impedir que una pérdida eventual de votos se convierta en una pérdida de poder. En México, con el Partido Revolucionario Institucional (PRI); en Zimbabwe, con Mugabe, y en Croacia, con Franjo Tudjman, las reglas electorales mayoritarias probaron ser eficaces para minimizar el peso de los partidos de oposición en el parlamento. En la democratización mexicana, una generosa “cláusula de gobernabilidad” garantizaba que el partido gobernante pudiera conservar su mayoría legislativa con poco más de un tercio de los votos. En otros sitios como Kenia, Gambia y Malasia, los gobiernos autoritarios han recurrido a la división arbitraria de los distritos electorales para sacar ventaja en las votaciones, y a una burda sobrerrepresentación distrital (malapportionment) para asegurar que sigan ganando aunque pierdan.

7. El último eslabón en la cadena de elección democrática es la norma de decisividad. Los comicios son ejercicios significativos de gobernación democrática solo si los votantes logran de verdad dotar de poder real a los funcionarios electos. Sin embargo, incluso si las elecciones son decisivas ex ante, y los representantes electos gozan de plena autoridad constitucional, todavía pueden no ser decisivas ex post. Pueden terminar siendo actos sin consecuencias si los actores no democráticos ponen a los funcionarios electos bajo su tutela o simplemente los remueven de sus cargos. Los estudiosos de las nuevas democracias han estado conscientes durante mucho tiempo del peligro de los “poderes tutelares” que minan la autoridad de la política democrática. Bajo la tutela autoritaria, los representantes elegidos poseen sus poderes constitucionales sólo en el papel. En los hechos, están subordinados a los caprichos y deseos de sus amos que no rinden cuentas a nadie. A la sazón, Portugal después de la revolución de los claveles de 1974, y Chile después de Pinochet, parecían ser claros ejemplos de tutelaje militar. Más crudo y más drástico que el ejercicio de los poderes tutelares es el clásico golpe de Estado, en el cual los actores no democráticos anulan los resultados electorales evitando que los funcionarios elegidos democráticamente asuman sus puestos o deponiéndolos antes de que su mandato constitucional expire. Naturalmente, revocar los resultados electorales abortando el juego electoral no conduce al autoritarismo electoral, sino a un régimen autoritario cerrado (no electoral).

La lista de pecados electorales plantea preguntas intrigantes. Nuestra metáfora de la cadena democrática de elección sugiere que, desde un punto de vista normativo, todas las estrategias de contención electoral son equivalentes. ¿Hasta qué punto es esto cierto? ¿Es lo mismo dejar fuera a los competidores que comprar a los votantes de la oposición? ¿Es igual manipular a los medios de comunicación de masas que robarse una elección? En términos normativos, todos los eslabones de la cadena son iguales. Pero en términos prácticos, hay que admitir que ésta se rompe con más facilidad y claridad en unos puntos que en otros. La cadena de elección también sugiere que las transgresiones autoritarias son equivalentes desde un punto de vista estratégico. Para asegurar su supervivencia, los gobiernos autoritarios pueden confiar en una u otra. Si esto es cierto, podemos esperar que funcionen como los tubos de un órgano de viento: si algunos bajan, otros tienen que subir.

Pero, ¿en qué medida y en qué condiciones tienen los gobernantes autoritarios la libertad de elegir entre las opciones del menú de la manipulación electoral? ¿Qué combinaciones y secuencias de estrategias no democráticas son viables y cuáles son probables? Por desgracia, los especialistas en política comparada actualmente no sabemos mucho de las condiciones en las cuales los regímenes siguen ciertas estrategias o paquetes de estrategias, o dejan de hacerlo. Pero tal vez la historia de México bajo la hegemonía del PRI resulte ilustrativa. En este caso, el partido gobernante cubrió el país con una extensa red de mecanismos de control que abarcaban desde las libertades civiles acotadas hasta las reglas electorales excluyentes. A principios de la década del ochenta, cuando el PRI sintió la presión de abrirse a la democratización, su primera respuesta fue aplicar el “freno” del fraude electoral como medio para impedir que los partidos de oposición consiguieran triunfos. Cuando las reformas para conseguir elecciones limpias ganaron terreno, la estrategia de contención electoral del PRI cambió. En lugar de falsificar resultados, intentó explotar su acceso privilegiado a los recursos del Estado y a los medios masivos de comunicación. Más adelante, cuando los medios se volvieron más abiertos a los mensajes de la oposición y el campo de juego electoral se volvió más parejo, los líderes locales del PRI jugaron su última carta y recurrieron a la intimidación a los votantes y a la compra de votos –en la mayoría de los casos infructuosamente. Esta parece ser una secuencia estratégica plausible, pero todavía no sabemos si se puede generalizar o es exclusiva del caso de México.

(*) Andreas Schedler (Universidad John Hopkins): “Elecciones sin democracia. El menú de la manipulación electoral” (Estudios Políticos-Medellín-2004).

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