Por Bernardino Montejano.-

La nación francesa se encuentra hoy gobernada por lo peor: Macron es la cabeza visible, pero con un buen número de secuaces perversos, quienes no sólo pusieron el “derecho” al aborto en la Constitución de su país, sino que se transformaron en “apóstoles” para su consagración en la Unión Europea.

Macron militó en el socialismo entre 2006 y 2009 y después eligió encabezar una política transversal que lo llevó al poder, del cual goza hoy en medio de una impopularidad creciente, tanto que es posible que pierda las elecciones de junio a manos de Marine Le Pen, quien tiene una visión aguada y más políticamente correcta que la de su padre.

Macron entendemos es hoy lo peor para Francia, tal vez un castigo divino por la infidelidad de una nación, que en un tiempo fue conocida como la “hija primogénita de la Iglesia”.

Pero en otros tiempos la nación francesa tuvo otra clase de gobernantes y entre ellos, un rey santo, San Luis, a quien queremos recordar hoy.

Nació en Poyssy en 1214 y sus padres fueron Luis VIII y Blanca de Castilla. Su mujer fue Margarita de Provenza, con quien tuvo once hijos. Como tenía 12 años cuando fue consagrado rey en la catedral de Reims, gobernó como regente su madre, Blanca de Castilla (1226-1235). Ella le fue inculcando a su hijo las virtudes que harán de él un ejemplo para sus gobernados.

No es razonable en una nota hacer un resumen de su gran gobierno ni de sus intentos frustrados por recuperar tierra santa para la Cristiandad, pero nos detendremos en su testamento entregado a su hijo Felipe en vísperas de su muerte.

El mismo hoy no aparece completo en ningún lugar de Internet y por eso queremos trascribirlo para nuestros lectores:

“Hijo amadísimo, lo primero que te quiero enseñar es que ames a Dios con todo tu corazón: sin ello nadie puede salvarse.

Guárdate de hacer algo que desagrade a Dios, es decir, el pecado mortal. Al contrario, has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes de cometer un pecado mortal.

Si Dios te envía adversidades, sopórtalas pacientemente y da gracias a Dios. Piensa que lo mereciste y que todo será para tu bien.

Si te concede prosperidad, agradécelo con humildad y vigila que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o cualquier otro motivo; porque los dones de Dios no han de ser causa de que lo ofendas.

Confiésate frecuentemente y elige un confesor prudente que sepa enseñarte lo que has de hacer y lo que has de evitar. Y con el confesor y tus asesores te has de portar de tal modo que se animen de corregirte en tus defectos.

Asiste de buena gana y con devoción al culto divino, especialmente a la Misa.

Ten un corazón dulce y compasivo hacia los pobres, los desgraciados y los afligidos; y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades.

Guarda las buenas costumbres del reino y lucha contra las malas. No codicies contra tu pueblo y no graves tu conciencia con impuestos excesivos.

Si tu corazón está angustiado, confíate con tu confesor o con algún hombre prudente y te sentirás aliviado.

Procura tener por compañeros a personas prudentes y leales, tanto religiosas como laicas; y evita las malas compañías.

Escucha con gusto la palabra de Dios y guárdala en tu corazón. Solicita oraciones e indulgencias. Ama lo útil y lo bueno, odia lo malo, dondequiera se halle. No permitas que en tu presencia se digan palabras disolutas, calumnias o blasfemias.

Da gracias a Dios por todos sus beneficios y así te harás digno de recibir otros mayores.

Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda.

Ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón.

Procura con la mayor diligencia que todos vivan en paz y con justicia.

Honra y ama a todas las personas de la Santa Iglesia, y disimula sus defectos. Otorga los beneficios eclesiásticos a personas honestas y capaces.

Honra y reverencia a tu padre y a tu madre, y guarda sus consejos.

Esfuérzate por evitar toda guerra; y si estás obligado a hacerla, reduce al máximo los perjuicios. Si hay querellas o guerras entre tus vasallos, apacígualos lo más pronto.

Procura tener buenos magistrados, y contrólalos con frecuencia, y controla también al personal de tu palacio. Averigua si se dejan tentar por el soborno, la mentira o el fraude. Ajusta los gastos de tu palacio para que no superen lo razonable.

Destierra de tu reino toda ruindad, el perjurio y la herejía…”

La actualidad de estas cláusulas es impresionante. Son verdades sencillas, que orientan la vida del gobernante y también la del hombre común en este tiempo, cara a la eternidad.

Todo lo opuesto a Emmanuel “Lolita” Macron, quien el 23 de noviembre del 2023, en su visita al Gran Oriente de Francia, pronunció una oda a la masonería, “hija mayor de la Ilustración”, cuyo trabajo aporta “una palabra de razón, que trae progreso en una época de irracionalidad”.

Y, como si el aborto no bastara, este “progreso” comprende también el legislar acerca del “fin de la vida”, nuevo disfraz de la eutanasia.

Como otras veces, invito a mis lectores a una elección. ¿Quisieran ser gobernados por Luis IX o por Macron?

Share