Por Hernán Andrés Kruse.-

Apenas aprobada la Ley Bases en el Senado el gobierno nacional, a través de la cuenta de la Oficina del Presidente Javier Milei de la red social X, felicitó a las “fuerzas del orden” por el operativo montado en las adyacencias del Congreso de la Nación. “La Oficina del Presidente felicita a las Fuerzas de Seguridad por su excelente accionar reprimiendo a los grupos terroristas que con palos, piedras e incluso granadas, intentaron perpetuar un golpe de Estado, atentando contra el normal funcionamiento del Congreso de la Nación Argentina”, expresa el comunicado. Por su parte, la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, publicó en sus redes sociales: “Fuimos a proteger el Congreso y nos respondieron con piedras e incendios. Nosotros respondimos de manera inmediata. Ahora pagarán uno por uno los daños causados y el auto quemado de Cadena 3, con una causa que no será leve. Porque con nosotros el que las hace, las paga” (fuente: Infobae, 12/6/024).

Luego de transcurridos varios días de aquel penoso 12 de junio queda cada vez más en evidencia el accionar de “grupos de tareas” que provocaron incendios y destrozos y que, aunque cueste creerlo, no fueron detenidos. Quienes, en cambio, sufrieron en carne propia la feroz represión de las fuerzas de seguridad fueron ciudadanos que osaron protestar pacíficamente contra la Ley Bases que se estaba tratando en la Cámara Alta. Para el gobierno nacional, en cambio, hubo ese 12 de junio un intento de golpe de estado. La acusación es tan grave que amerita ser analizada con cierto detenimiento.

La pregunta que cabe formular es la siguiente: ¿hubo un intento de golpe estado el 12 de junio? Buceando en Google me encontré con un ensayo de Eduardo González Calleja (Científico Titular del Instituto de Historia del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Carlos III, España) titulado “En las tinieblas de Brumario: Cuatro siglos de reflexión política sobre el golpe de estado”. Queda en evidencia la complejidad de un tema que, lamentablemente, fue banalizado por un gobierno irresponsable y autoritario. Invito al lector a que se sumerja en el contenido del escrito para que saque sus propias conclusiones.

UN INTENTO PRELIMINAR DE DEFINICIÓN Y CARACTERIZACIÓN

“El término «golpe de Estado», acuñado en Francia durante el siglo xvii, ha quedado incorporado en la actualidad al vocabulario de casi todas las lenguas modernas. Las definiciones reseñadas en los diccionarios de uso corriente presentan muchos rasgos coincidentes, que nos pueden servir para ensayar una aproximación preliminar a la naturaleza de este fenómeno.

En primer lugar, el secretismo en la preparación del complot y la necesaria rapidez de su ejecución dan al golpe una característica impronta de acto repentino, inesperado y, en ocasiones, impredecible. En su fase de preparación, los golpes son eventos conspirativos que precisan, al menos, de una cierta discreción entre sus promotores. La naturaleza secreta y azarosa del golpe se pone en evidencia cuando, por la mayor parte de los testimonios coetáneos, se constata que puede fracasar en muchas fases de su desarrollo, por la equivocada apreciación de las circunstancias objetivas, por las indiscreciones producidas durante su preparación o por los errores cometidos en el momento de su ejecución.

Este amplio umbral de incertidumbre que se vincula a la decisión golpista implica una alta tasa de riesgo, que suele aumentar en proporción al tamaño del grupo conspirativo. Pero el peligro queda compensado con el bajo coste relativo que conlleva este tipo de acciones en comparación con los réditos políticos que los conjurados pretenden obtener. En todo caso, la experiencia histórica parece demostrar que el golpe es una operación arriesgada, cuyo éxito no está, ni mucho menos, garantizado: de 88 golpes de Estado censados en el mundo entre 1945 y 1967, 62 fueron calificados por Luttwak como «eficientes» (léase coronados por el éxito), y el resto como fracasados o frustrados.

Una segunda característica del golpe es su pretendido carácter violento, ya que, casi por definición, su ejecución implica una transferencia de poder donde está presente la fuerza o la amenaza de su uso. Podría ser considerado por ello como una forma de violencia política, caracterizada por el protagonismo de un actor colectivo minoritario y elitista, que dispone de amplios recursos coactivos para alcanzar una meta ambiciosa: la conquista total del Estado o la transformación profunda de las reglas del juego político e incluso de la organización social en su conjunto. Los estudios generales sobre la violencia han incluido al golpe de Estado como una forma de inestabilidad política que deriva en el uso de la fuerza, junto con los motines, las rebeliones, la guerra de guerrillas, el terrorismo o la guerra civil, con los que comparte su naturaleza de fenómenos políticos ilegales, que implican siempre un desorden extenso y un empleo intensivo de la coacción física.

Pero resulta evidente que el golpe no cubre todo el campo semántico de las interrupciones brutales del poder político. A pesar de su más que habitual relación con otros tipos de violencia en contextos de crisis política aguda, las disparidades de partida resultan sustanciales. Los golpes de Estado se diferencian de otras clases de asalto al poder en que requieren un empleo de la violencia física muy reducido e incluso nulo, y no necesitan la implicación de las masas. El golpe es siempre un ataque fulminante y expeditivo a las instancias de gobierno que se ejecuta desde dentro del entramado del poder, y en eso se distingue fundamentalmente de las modalidades de violencia subversiva, como la guerra civil o la insurrección. La acción insurreccional es un hecho a menudo escasamente planificado, que es protagonizado por una coalición heterogénea de tipo popular y que tiene una duración prolongada, mientras que el golpe es el acto de usurpación política razonado y metódico por excelencia, impulsado por una institución bastante homogénea (partido, gobierno, parlamento, ejército) de forma rápida e imprevista. El golpe de Estado es un modo más discriminado de violencia, y más selectivo en sus objetivos que otras formas violentas como el terrorismo. La esencia del golpe es el secreto, mientras que el terrorista busca el máximo de publicidad en sus acciones.

A diferencia de la guerrilla y de la guerra revolucionaria, cuyo objetivo es debilitar y desarticular progresivamente los organismos de gobierno, el golpe de Estado lo suelen perpetrar los propios representantes del poder constituido, y casi siempre cobra la fisonomía de un asalto, repentino e inapelable, a las máximas instituciones del Estado, que incide en un terreno muy restringido (generalmente, determinados puntos neurálgicos de una capital) y que busca, pura y simplemente, la obtención del poder o la anulación de un adversario político. En consonancia con su equívoca relación con la violencia política, los golpes de Estado hacen más fluida o intrincada la circulación hacia otras modalidades violentas de gran alcance, del mismo modo que la tendencia hacia este y otros tipos de intervención militar aumenta con el incremento de la violencia colectiva. El golpe puede ser el prólogo o el epílogo de una crisis bélica interna o externa o de un proceso revolucionario, pero se diferencia de las revoluciones en que no suele implicar grandes costes en recursos movilizados, y arroja como resultado un relativamente pequeño desplazamiento de los miembros de la élite dirigente, o todo lo más un cambio en la titularidad del poder ejecutivo.

Sin embargo, no todos los eventos que denominamos golpes de Estado dan lugar a cambios menores. Tal fue el caso del «golpe de Praga» de febrero de 1948. En esas condiciones, el golpismo aparece como una ruptura brutal, marcada por el derrocamiento del poder establecido, y, en ocasiones, por un cambio radical en la naturaleza del régimen político. Se podría convenir entonces en que el golpe de Estado describe un modo determinado de acción subversiva, y la revolución las consecuencias últimas de ese proceso. Algunos estudiosos han advertido que la verdadera esencia política del golpe de Estado no está en su naturaleza intrínsecamente violenta. Brichet admitió que, en la mayor parte de los casos, los golpes acostumbran a ser actos de fuerza, pero que en otras circunstancias no han precisado del empleo de la coacción física, sino de dosis adecuadas de decisión política, tal como la entendía Cari Schmitt: como generación de nuevas normas jurídicas impuestas por la determinación soberana del gobernante, por encima del Derecho natural y positivo. En ese sentido, lo que caracterizaría al golpe de Estado no es su naturaleza violenta, sino su carácter ilegal, de transgresión del ordenamiento jurídico-político tanto en los medios utilizados como en los fines perseguidos, sean éstos el establecimiento de un régimen dictatorial o un cambio en el equilibrio constitucional de los poderes del Estado.

Kelsen opinaba que un golpe de Estado era una acción radicalmente ilegal, ya que al romper la Constitución invalidaba todas las leyes existentes. Por la naturaleza de sus actores y por su desarrollo, el golpe se encuadra de forma más satisfactoria entre los procesos de transferencia anómala, ilegal y extrajurídica (por forzada y violenta) del poder de una élite a otra, ya sea una dique militar o una minoría civil que inspira o apoya la subversión castrense. Pero es posible su inserción en la continuidad de la vida política, ya que, según algunos autores, los golpes no se diferencian necesariamente por su significación o por sus consecuencias, sino que son otra forma, no tan disfuncional como parece, de obtener el poder. Algunos especialistas llegan a aceptar el golpismo como una expresión peculiar del estado de la opinión pública, o incluso como un tipo particular de acto revolucionario. El argumento, harto polémico, de presentar el golpe como un modo más o menos «institucionalizado» de expresar una opinión o una aspiración colectivas se basa en el hecho innegable de que en algunos países, como es el caso de varias repúblicas latinoamericanas, esta acción ilegal resulta un incidente habitual de la vida política, y como tal está ampliamente ritualizado y resulta incluso predecible.

Un golpe de Estado no implica siempre la conquista del poder establecido, sino que puede, simplemente, apuntar a una redistribución o reforzamiento de papeles en el seno de un gobierno dividido (caso de los conflictos entre la Jefatura del Estado, del Gabinete o del Ejército en muchos regímenes pretorianos del tercer mundo) o a reordenar las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, como fue el caso de la «celada parlamentaria» de Bonaparte el 18 Brumario del año VIII (9-10 de noviembre de 1799). Como instrumento no pautado de resolución de una crisis política, el golpe acostumbra a surgir del interior de la misma estructura estatal, por ejemplo como un medio de conservar un poder amenazado por los plazos electorales o por otras disposiciones institucionales, como fue el caso de Luis Napoleón en 1851. Pero el caso más espectacular (aunque, quizás, no el más frecuente) es el asalto al poder, en cuyo caso el golpe puede vincularse con fenómenos de más amplio alcance transformador como la revolución o la contrarrevolución.

La mayor parte de las definiciones otorgan el protagonismo de los golpes de Estado a una minoría que cuenta con un acceso privilegiado a los resortes de poder, especialmente los de naturaleza coactiva. La naturaleza conspirativa del golpe exige la implicación del menor número de personas posible. El golpismo es una estrategia propia de minorías caracterizadas por su acceso preferente a los resortes más sensibles del poder político. Según Huntington, el golpe sólo puede ser realizado «por un grupo que participa en el sistema político existente y que posee bases institucionales de poder dentro del sistema. En particular el grupo instigador necesita del apoyo de algunos elementos de las fuerzas armadas». William Randall Thompson asigna al golpe de Estado una autoría exclusivamente militar, al definirlo como «la sustitución o intento de sustitución de jefe ejecutivo del Estado por las fuerzas armadas regulares a través del uso o la amenaza de la fuerza». En este caso, el golpe de Estado como usurpación de funciones políticas por parte de los militares, y que no suele responder a una ideología de la subversión determinada, se ha convertido en la expresión fáctica más representativa de ese fenómeno social, político y cultural de carácter multidimensional que denominamos militarismo, o de la manifestación estratégica característica de la intromisión militar en la vida política que llamamos pretorianismo.

Sin embargo, no hay que detenerse demasiado en la observación de los preparativos, ejecución y desenlace de los golpes de Estado para constatar que estas acciones no son el único modelo de intervención militar en la política, ni los uniformados son sus únicos protagonistas. Con harta frecuencia, cualquier rumor de complot, una dimisión política más o menos forzada, una revuelta, una revolución, un motín, una guerra civil o cualquier otra intromisión militar en la política han sido calificados de golpe de Estado. Este abigarramiento de intervenciones políticas ilegales demuestra que la acción pretoriana puede darse perfectamente sin recurrir al golpismo, y que es erróneo considerar el golpe como la forma por antonomasia de intervención militar. Existen mecanismos no menos eficaces de acción pretoriana que, a diferencia de los golpes, no implican el derrocamiento del poder establecido con el empleo directo-de la violencia física, como las presiones militares encubiertas o los golpes «blandos».

Esta revisión preliminar de las características básicas de los golpes nos permite avanzar una serie de definiciones acuñadas por los especialistas en la materia. Samuel P. Huntington aporta todos los elementos necesarios para el análisis del fenómeno, al describirlo como un esfuerzo de la coalición política disidente para desalojar ilegítimamente a los dirigentes gubernamentales por la violencia o la amenaza de su utilización, aunque la violencia empleada resulta escasa y está controlada, intervienen pocas personas y los participantes poseen ya bases de poder institucional en los marcos del sistema político vigente. En resumen, el golpe de Estado puede ser evaluado como un cambio de gobierno efectuado por algunos poseedores del poder gubernamental en desafío de la constitución legal del Estado. Es un acto inesperado, repentino, decisivo, potencialmente violento e ilegal, cuya impredecibilidad resulta tan peligrosa para los conjurados como para las eventuales víctimas, y que precisa de un gran cuidado en la ejecución. Su propósito deliberado es alterar la política estatal mediante una intervención por sorpresa y con el menor esfuerzo posible”.

LA RECONSIDERACIÓN DE LOS ASPECTOS TÉCNICO-POLÍTICOS DEL GOLPE DE ESTADO: GOODSPEED Y LUTWAK

“Una hipótesis heredada de Malaparte señala que, dada la similitud institucional de los gobiernos contemporáneos, las estrategias empleadas para su derrocamiento deben ser similares, y concentrarse de forma prioritaria en los aspectos puramente técnicos del asalto al poder. La trascendencia y vigencia del golpe radica en su especial adecuación a los requerimientos de «racionalidad productiva» característicos de las modernas sociedades industriales y postindustriales: eficiencia técnica, rapidez de ejecución, economía de esfuerzos y cálculo adecuado de costes y beneficios.

Goodspeed define el golpe como «un intento para el cambio de gobierno mediante un ataque, tan brusco como violento, contra la auténtica maquinaria del gobierno»; una acción directa que requiere una movilización menor de recursos, por lo que el coste del riesgo asumido y la violencia desplegada es menor. El golpe se dirige exclusivamente a las auténticas fuentes del poder gubernamental, y si triunfa no se produce ninguna enojosa interrupción de la marcha del Estado. A diferencia de Malaparte, Goodspeed observa que «en el golpe de Estado la estrategia está mucho más íntimamente ligada con las consideraciones políticas de lo que suele estarlo en la guerra, e incluso la táctica debe estar influida por ella en cierto modo».

Este autor apunta una serie de condiciones objetivas previas: la existencia de un contencioso político grave, la simpatía de las fuerzas armadas, el apoyo o la indiferencia de la opinión pública, la existencia de un contexto internacional propicio, y la capacidad estratégica y táctica de los líderes de la conjura. Acto seguido, formula un mecanismo de asalto al poder en tres fases: la preparación, el ataque y la consolidación, basada en el establecimiento institucional del régimen rebelde y la «pacificación» del país, en cuyo momento el control del golpe revierte sobre los estrategas políticos. La obra de Goodspeed apuntaba a aspectos vinculados con la vulnerabilidad del régimen como condiciones básicas para el éxito de un golpe de Estado. Pero el énfasis puesto casi en exclusiva en factores políticos externos al mismo proceso golpista limitó la capacidad analítica de su propuesta, sobre todo cuando, a partir de los años 60, se estaban apuntando una complejidad de factores explicativos.

La reflexión de Luttwak se formuló al hilo de una serie de acontecimientos históricos clave. Los sucesos de 1968 en París o Praga demostraron que, como medio subversivo clásico, la insurrección vinculada a una huelga general había quedado obsoleta ante el dispositivo de seguridad que podía interponer un Estado moderno. Por otro lado, la inestabilidad de los procesos de descolonización del tercer mundo transformó a la guerrilla y el golpe de Estado en procedimientos habituales de conquista del poder, con la ventaja para este último de su mayor rapidez y de su menor coste en vidas y haciendas. La obra se presentó en tono irreverente como un manual práctico, como un inocente «recetario» que permitiría a cualquier profano que dispusiera de cierto entusiasmo y de los recursos necesarios llevar a buen término su propio golpe de Estado, siempre y cuando claro está eligiera determinados países del tercer mundo para ejecutarlo.

Su plan de «democratización» del golpismo lleva a Luttwak a exponer de forma sencilla las diversas técnicas que podían emplearse para tomar el poder en un Estado, en los niveles militar, político y policial. El golpe de Estado se contemplaba como una operación peculiar dirigida a capturar los órganos e instituciones cruciales con el objeto de lograr el control de un país, y en consecuencia se centra sobre todo en el aspecto táctico, no político. La tesis central de Luttwak es que el Estado moderno tiene ramificaciones burocráticas lo suficientemente amplias como para que los golpistas y los conspiradores se puedan infiltrar y actuar eficazmente en un sector limitado pero crítico del aparato estatal, sobre todo en entes burocráticos fuertemente jerarquizados como son los órganos coercitivos del Estado, que pueden ser controlados y utilizados para sustraer al gobierno el control de los restantes sectores administrativos. Los gobernantes sufren así una especie de «técnica de judo», por la cual la potencia del Estado se vuelve contra la propia élite dirigente que ha propiciado su vigor y predominio.

A diferencia de Trotsky o Malaparte, Luttwak no considera necesario crear una organización ad hoc para la subversión, sino que basta con «la infiltración en un engranaje, pequeño pero esencial, de la máquina administrativa del Estado, engranaje que a continuación es utilizado para impedir al Gobierno ejercer el control del conjunto». Esa es, en su opinión, la esencia del golpe de Estado. Luttwak ofreció una explicación general de los golpes que penetra más allá de los convencionalismos militares o políticos. Su análisis de las condiciones previas para una maniobra sediciosa de ese tipo contempla factores económicos vinculados a la dependencia y al desarrollo, aspectos sociales vinculados a la homogeneidad étnica y de clase, o circunstancias de orden institucional como la naturaleza de la burocracia o el nivel de centralización del poder. Características todas ellas que serán consideradas con mayor detenimiento por analistas posteriores”.

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