Por Hernán Andrés Kruse.-

EL GOLPE DE ESTADO COMO SÍMBOLO DEL PRETORIANSIMO MODERNIZADOR

“Los casos en que los militares jugaron un papel activo en el gobierno se hicieron especialmente frecuentes tras la Segunda Guerra Mundial. La atención de los analistas políticos se centró entonces en el ejército como institución decisiva para la orientación política de las nuevas naciones. Se trataba de ver cuáles eran las condiciones que incrementaban las posibilidades de intervención militar, y si éstas resultaban positivas o negativas para el crecimiento socioeconómico. El aumento del número de golpes tras el final del proceso descolonizador no condujo siempre a vías democráticas de desarrollo, y desde esas fechas muchos científicos sociales trataron la usurpación militar como una manifestación alternativa, en clave autoritaria, del proceso histórico que conducía a la modernización social.

Pero, a diferencia de los años 30 y 40, los militares golpistas ya no fueron descalificados como autoritarios o totalitarios, sino que el funcionalismo vinculado a los intereses estratégicos americanos durante la Guerra Fría difundió la creencia de que, en sociedades transicionales con instituciones democráticas débiles, el ejército disponía de una experiencia técnica, de una organización burocrática compleja y racionalizada y de una impregnación de las ideas occidentales que le permitían jugar mejor que los civiles el papel de élite reformadora. El ejército, que aparecía como compuesto mayoritariamente por las clases medias pretendidamente campeonas de la democracia, era la única parte organizada de la sociedad capaz de hacer funcionar el nuevo sistema político. En consecuencia, los autores neoconservadores adscritos a este paradigma explicativo comenzaron a entrever los golpes de Estado en las nuevas naciones de África y de Asia como favorables para su desarrollo sociopolítico, debido a las especiales características de los militares como «agentes de modernización».

Las diversas razones aducidas para la aparición y desarrollo del golpismo mantenían una fuerte carga teleológica vinculada con el designio modernizador al que se aspiraba, lo cual acentuaba su tono justificativo. Morris Janowitz observaba que el intervencionismo militar en las naciones en desarrollo no era una estrategia deliberada, sino a menudo un hecho reactivo e imprevisto, dictado por la debilidad de las instituciones civiles y la ruptura de las formas parlamentarias de gobierno. Finer reconocía que la intervención militar podía presentar diferentes formas, de la cual el golpe era sólo una de ellas. Consideraba que los militares intervenían en la cosa pública de acuerdo con niveles de cultura política determinados por la fuerza o por la debilidad de su compromiso con las instituciones civiles, por el nivel general de legitimación del régimen y por el grado de reconocimiento de la autoridad política. De modo que, cuanto más alto fuera el nivel general de cultura política, menores oportunidades y apoyo habría para las intervenciones militares. Según su tesis, los golpes sólo suceden en países de cultura política baja o mínima, lo cual no parece del todo cierto, si comprobamos su presencia hasta épocas relativamente recientes en países como Francia, Alemania, Chile o España. Todo parece indicar que el golpismo tiene más que ver con la polarización política o social y con la deslegitimación del régimen o del gobierno que con un determinado nivel de participación y de concienciación ciudadanas.

Para Perlmutter, las explicaciones de los golpes como desembocadura necesaria de una situación de decadencia política, de presuntas herencias históricas o de la pretendida voluntad reformista mesocrática reflejada en la institución militar resultaban insuficientes. Como ya hizo Balmes a mediados de siglo xix, advierte que el colapso del poder ejecutivo y la deslegitimación de los grupos políticos civiles son condiciones previas para el pretorianismo, pero que éste puede adoptar múltiples facetas según el alcance de la implicación de la élite civil, el nivel de cohesión del propio ejército, la estabilidad del Estado o el grado de desarrollo del país en función de su capacidad para lograr objetivos tales como la unificación administrativa, el orden público, la modernización socioeconómica y la urbanización. Los golpes estarían en relación con el incremento de la influencia de los militares en la burocracia gubernamental y con los conflictos internos del ejército a causa de su evolución y desarrollo orgánico y administrativo, especialmente cuando su orientación corporativa se ve amenazada por movimientos sociales, grupos de interés o partidos políticos.

Para Thompson, los agravios corporativos se vinculan a los golpes por el hecho de que los militares golpistas son miembros socializados en una organización más o menos profesional que tiene sus propias necesidades e intereses. Al igual que Perlmutter, Nordlinger destaca que la defensa de los intereses corporativos militares genera poderosas motivaciones intervencionistas. Junto con los agravios profesionales aparecen otros motivos, como los fallos de intervención de las autoridades civiles que provocan una deflación de la autoridad gubernamental, la identificación abusiva de la institución castrense con los intereses nacionales, las aspiraciones particulares de la oficialidad, la interferencia civil en los asuntos internos de los militares o el temor a la radicalización política de las clases populares.

Algunos autores especulan con que el tamaño y la sofisticación de la organización militar están relacionados positivamente con la propensión intervencionista. Un ejército compuesto de gran número de conscriptos y de voluntarios a corto plazo puede desintegrarse en el curso de una crisis política aguda, pero otro compuesto enteramente de soldados profesionales que dependen de su ocupación militar para su subsistencia, puede estar tentado de conquistar el poder. El ejército golpista acostumbra a ser pequeño de tamaño, con un largo núcleo de voluntarios de servicio dilatado y en permanente contacto con los oficiales, lo que crea un peculiar esprit de corps.

Perlmutter considera que es la orientación corporativa, y no la profesional, de los militares la que determina su comportamiento político objetivo y subjetivo y su grado de intervención en la cosa pública. Lieuwen argumenta que, al requerir de los oficiales una dedicación de tiempo completo a su trabajo, la profesionalización hace decrecer las intervenciones militares y conduce a medio plazo a la neutralidad política, pero McAlister apunta que este no ha sido el caso de los crecientemente cualificados ejércitos de América Latina o de la muy sofisticada Wehrmacht alemana de los años 30 y 40. Johnson opina de forma opuesta: el profesionalismo lleva a un compromiso con la modernización que puede derivar en formas de intervención política, y Stepan considera que, cuanto más educados sean los oficiales, mayor es la posibilidad de que asuman el liderazgo del gobierno. La experiencia demuestra que un golpe militar necesita de la participación de un Ejército profesional o de un cuerpo de oficiales cualificados, aunque no precisa obligatoriamente ser planeado o ejecutado únicamente por militares y por razones exclusivamente castrenses. La evolución ulterior de los regímenes surgidos de un golpe de Estado es también objeto de reflexión. Según Huntington, en un sistema político pretoriano ninguna institución o líder es aceptado como árbitro legítimo de los grupos en conflicto.

Los golpes suelen erosionar las bases de legitimidad de los gobiernos, y los reemplazan por el terror basado en el uso (o amenaza de uso) de la fuerza. Las intervenciones militares no acostumbran a crear una nueva institucionalidad con visos de perdurar: cuanto más habituales son los golpes de Estado, más extendido se hace el desprecio por la ley, puesto que el golpismo demuestra cuan provechoso resulta evadir las reglas del juego político. De modo que este tipo de acciones, si se emplean de forma recurrente, traen como secuela la implantación de regímenes personalistas pero corruptos e inestables, lo que favorece sucesivas intervenciones castrenses. En todo caso, la mayor parte de los especialistas coincide en que unas instituciones políticas libres e independientes son la más poderosa salvaguardia frente a las conquistas militares del poder.

En los últimos tiempos, el protagonismo castrense en los golpes de Estado ha comenzado a revisarse con detenimiento. Lo que primero se ha puesto en duda ha sido la exclusiva presencia militar en este tipo de operaciones. Los líderes golpistas pueden ser civiles, y si son militares, pueden alentar a los civiles a tomar el poder, o, de forma más habitual, a tolerar la constitución de gobiernos cívico-militares. De hecho, sólo uno de cada seis gobiernos instalados tras un golpe está compuesto exclusivamente por militares, y la inmensa mayoría lo conforman una coalición de personalidades castrenses y no castrenses. Ello desmiente además las tesis de Perlmutter o de Nordlinger de que los militares se preocupan en exclusiva de sus intereses corporativos. Una actitud profesional no evita con certeza una intervención golpista, así como tampoco la provoca necesariamente una orientación corporativa. Las variables de tamaño y profesionalismo, junto al monopolio de los medios de coerción indican simplemente la capacidad física de los militares para entrometerse en la vida política, pero no nos aclaran cuándo, cómo y por qué lo hacen. Como asevera Huntington, «las explicaciones sobre lo militar no explican las intervenciones militares».

LA TENTACIÓN GOLPÌSTA Y SU VINCULACIÓN CON LAS PERTURBACIONES EN EL DESARROLLO SOCIOECONÓMICO

“Las diferentes configuraciones de estructura sociopolítica tienen mucho que ver con las circunstancias de las revoluciones y los golpes de Estado. No cabe duda de que la tradición democrática de un país, el grado de centralización gubernamental y administrativa, la robustez de la sociedad civil o la profesionalidad y neutralidad política de sus diferentes burocracias imponen tácticas diferentes para el asalto ilegal al poder. Sin embargo, no todos los condicionantes de los golpes son de orden político. Otros argumentos apuntan que el golpismo es el cortejo habitual de los procesos acelerados de cambio socioeconómico que generan desequilibrio político. Autores como Olson señalaron que el desarrollo económico resultaba desestabilizador, y Huntington argumentó que la modernidad provocaba estabilidad, pero que la modernización generaba la inestabilidad que propiciaba la aparición del orden pretoriano.

Finer pensaba que el atraso económico era una condición necesaria pero no suficiente para los golpes, y afirmaba que la propensión a la intervención militar estaba más vinculada al incremento de la movilización social, y concluía que el nivel de industrialización disminuía la propensión al golpismo. Needler pensaba que «un golpe de Estado triunfante es menos probable cuando las condiciones económicas están mejorando», y que el deterioro económico hacía más factible el derrocamiento de un gobierno. En su exploración de las relaciones entre el desarrollo económico y las limitaciones en el poder político de los militares en 51 naciones, Janowitz concluyó que, a mayor desarrollo económico, existía una menor posibilidad de intervención militar. En sus diversos trabajos, Thompson reconoce que la mayor parte de los golpes triunfantes aparecen vinculados con un proceso de deterioro económico, pero que éste no debe ser relacionado directamente con los golpes, sino con condiciones que promueven la vulnerabilidad sociopolítica del régimen, como el control de los instrumentos coercitivos que garantizan su supervivencia.

Las investigaciones que más ha incidido en la importancia de las condiciones socioeconómicas han sido las realizadas por Ruth First y Rosemary O’Kane. Aunque reconoce que la práctica golpista difiere grandemente en cada país africano, First destacó la importancia de las influencias económicas procedentes del exterior, como un legado colonial que ha generado atraso, dependencia, fragmentación social y una permanente crisis económica alimentada por el férreo control del mercado que ejercen las naciones más desarrolladas. En esa situación de penuria material, el poder político siempre en disputa se transforma en la única fuente real de poder y de recursos para los países en vías de desarrollo.

O’Kane también reconoce que los países que han sufrido golpes de Estado presentan grandes diferencias sociales, económicas y políticas, de modo que la cuestión crucial no es por qué se producen este tipo de interrupciones sumarias de la actividad política «normal», sino que la aproximación más fructífera sería identificar las condiciones objetivas por las cuales una sociedad es más proclive a los golpes que otra, aunque ello no determine mecánicamente la disponibilidad o la decisión de los conspiradores. Las variables que aduce son fundamentalmente socioeconómicas, vinculadas al nivel de desarrollo; en concreto, a las condiciones peculiares del mercado internacional: los países cuya economía genera productos primarios para la exportación y dependen en esencia de éstos, experimentan una mayor inestabilidad e incertidumbre material que mina la estabilidad política. Cuanto más pobre es una nación de estas características, mayor será la predisposición a un golpe de Estado.

Sentada esta base económica, O’Kane incorpora otros factores, inspirados en Luttwak, que alientan u obstaculizan los golpes, como la independencia reciente, la falta de tradición golpista, la presencia de tropas extranjeras y de intereses seccionales, los cambios dramáticos de gobierno producidos en el pasado, los procesos electorales, el descontento público producido por las deficiencias en la participación en el proceso político, la ausencia del jefe de Estado, los agravios militares y otros motivos reales o aparentes que expresen sus promotores. La teoría sociológica más mencionada es la de la intervención militar como sustituto de fuerzas sociales que no existen o aparecen divididas en un contexto de modernización. En concreto, los militares golpistas se reclamarían depositarios de los intereses y aspiraciones reformistas de unos sectores mesocráticos débiles o mal organizados, de modo que el tamaño de la clase media resulta significativo para determinar la importancia y el carácter de la intervención militar en política.

Para Germani y Silvert, las intervenciones militares son inhibidas por la aparición y el desarrollo de estratos medios en la estructura social, pero las situaciones de subdesarrollo político y social, que conllevan generalmente una debilidad de la sociedad civil, son especialmente adecuadas para que una corporación teóricamente más consistente, centralizada, jerarquizada y disciplinada, tal cual es el Ejército, cubra el vacío político de una forma abrupta e ilegal, actuando acto seguido como elemento de limitación o como factor de estímulo de la participación política. José Nun argumenta en sus obras que los militares latinoamericanos desarrollan una tendencia a asumir una responsabilidad protectora de una clase media incapaz de dirigir el cambio, con el fin de obtener reconocimiento político de la oligarquía y consolidar su propio poder político. Sin embargo, otros autores niegan toda relación entre origen social y activismo político militar.

Stephan critica a Nun, señalando que en diferentes épocas todas las clases sociales han solicitado a los militares la intervención, y que aunque la clase media pueda proporcionar un estímulo para el golpe, no constituye realmente una guía para su política, puesto que los sectores mesocráticos están tradicionalmente tan divididos que es imposible que los militares los representen. Los militares han solido intervenir en nombre de una clase, de todas o de ninguna de ellas, y su alianza con los sectores mesocráticos no es por definición, sino en el contexto de una estrategia dictada por la oportunidad política”.

EL GOLPISMO COMO CAUSA Y EFECTO DE LA INESTABILIDAD POLÍTICA

“En general, han predominado las explicaciones de los golpes que inciden en la inestabilidad política o en la falta de cultura cívica como factores que facilitan la intervención militar. Varios especialistas han destacado que las políticas del golpe de Estado varían sustancialmente en función de las tradiciones políticas y culturales, del mismo modo que el golpismo puede modelar de forma duradera el carácter de una sociedad y de su sistema político, sobre todo en países con una larga tradición intervencionista, donde el ejército ha renunciado implícitamente a su papel de salvaguardia frente a amenazas exteriores. A pesar de la incidencia de las circunstancias culturales, muchos analistas señalan al debilitamiento de la autoridad política como uno de los factores precipitantes de los golpes. Un sistema desvertebrado, sin ausencia de líderes e instituciones capaces de paliar el conflicto entre las diversas fuerzas que participan en la arena política, facilita la irrupción del pretorianismo. Los gobiernos se deslegitiman por el comportamiento inconstitucional, ilegal y corrupto de las autoridades, por su responsabilidad en las crisis económicas o por su incapacidad para dominar la oposición política y el descontento que deriva en desórdenes y violencias.

Finer hizo hincapié en los factores de movilización y de legitimación política: donde la vinculación pública a las instituciones civiles es fuerte, la intervención militar en la política encontrará mayores dificultades. La propensión a la intervención militar decrece con el incremento de la atención y de la participación populares en la política, y con la fuerza y efectividad de los partidos políticos, grupos de interés e instituciones civiles de gobierno. Pero cuanto mayor sea la movilización social y menor la institucionalización política, mayores serán las posibilidades de intervención militar. Sin embargo, en sus análisis estadísticos, Thompson no ha encontrado ninguna relación entre el nivel de movilización social y la predisposición a los golpes. Es más, Luttwak ya advirtió que algunos factores económicos (por ejemplo, las crisis) fomentan los golpes sin que esté presente ninguna limitación de la participación política.

La élite militar responde a los retos de la movilización de diversas formas, y no todas las autoridades civiles en decadencia son derribadas por golpes militares. En realidad, esta debilidad sólo puede dar lugar a la naturaleza pretoriana del sistema político. En su estudio clásico sobre la consolidación institucional en sociedades en cambio, Huntington observó que existía la posibilidad de golpes si las instituciones no eran capaces de adaptarse a las nuevas situaciones o aumentar su complejidad para asumir nuevos roles políticos. El multipartidismo y la participación política de las masas eran factores desestabilizadores que favorecían la intromisión militar en la política. Huntington concibió la intervención militar como una reacción evolutiva producto de las acciones de otros grupos sociales en un entorno de cambio. En ese sentido, ofreció dos versiones correlativas y contradictorias del golpe de Estado según su alcance político: la intervención militar en la lucha intraelitista producida en el seno de regímenes oligárquicos tradicionales, dirigida simplemente a la distribución del patronazgo mediante revoluciones de palacio, y su papel radicalmente reformador al derribar a una oligarquía corrupta e incompetente. Huntington observaba que el pretorianismo radical de impronta mesocrática, dirigido a ampliar la participación política de la clase media ascendente, marcaba el paso de la antigua pauta oligárquica de los golpes o las revoluciones palaciegas propias de monarquías tradicionales, al esquema radical, de clase media, de golpes reformistas y modernizadores.

El proceso de avance del pretorianismo radical es largo, y viene precedido de «golpes anticipatorios» donde se sondean las fuentes de apoyo y de oposición, de golpes de irrupción que derrumban el antiguo régimen y de golpes de consolidación que sitúan en el poder a los elementos jacobinos más radicales. Si la sociedad pasa a la participación de masas sin desarrollar instituciones políticas efectivas, el papel del ejército puede evolucionar del reformismo al vigilantismo: los militares emprenden esfuerzos conservadores para proteger el sistema existente contra las incursiones de las clases bajas, sobre todo las urbanas, y se convierten en los guardianes del orden de clase media vigente mediante intervenciones militares de «veto» destinadas a obstaculizar la participación política de las clases subalternas. En consecuencia, la utilidad del golpe como técnica de intervención política decae a medida que se ensancha el horizonte de la participación ciudadana en la cosa pública.

En una sociedad oligárquica y en las primeras fases de una pretoriana radical, la violencia es limitada porque el gobierno es débil y la movilización política escasa, pero cuando la participación se amplía y la sociedad se vuelve más compleja, los golpes de veto resultan más difíciles y sangrientos, al dividirse los militares en tendencias radicales y moderadas y tener que afrontar una oposición más enérgica, como fue el caso de julio de 1936 en España. El golpe de Estado como violencia interna limitada puede ser entonces sustituido por la guerra revolucionaria o por una insurrección violenta que implique a muchos elementos de la sociedad.

Para William R. Thompson, la hipótesis predominante sobre los golpes de Estado es la de la vulnerabilidad del régimen: los sistemas políticamente inestables y fragmentados tras su emancipación de los antiguos sistemas coloniales resultan más propensos que otros a los golpes militares. Este autor destaca factores como las herencias históricas y culturales, el papel de las clases medias como punta de lanza de la modernización, o la erosión y el fracaso de la democracia en los nuevos países surgidos tras la Segunda Guerra Mundial debido a la falta de cohesión nacional, a la ausencia de condiciones previas para la consolidación democrática o a la ocupación por los militares del vacío generado por la implantación de un poder constitucional corrupto e ineficaz, que ha sido impuesto por intereses ajenos al margen de los usos políticos tradicionales.

Autores como Finer ya señalaron que las repercusiones de un golpe son trascendentales para el futuro de los sistemas políticos. El primer golpe de Estado tiene un impacto fundamental sobre las reglas del juego político, ya que otorga al ejército ciertos derechos y un papel más o menos permanente en las futuras contiendas por el poder. Según Hibbs, un gran determinante de los golpes entre 1958 y 1967 fue la incidencia de actos similares en los diez años anteriores, del mismo modo que un golpe triunfante incrementa la propensión para otro en el curso de los seis años siguientes. Esta «teoría del contagio» no sólo condiciona la vida pública del país afectado, sino que la intervención militar en una nación puede estimular actos de emulación en los países vecinos, según ciclos u oleadas mejor o peor caracterizadas”.

(*) Eduardo González Calleja (Científico Titular del Instituto de Historia del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Carlos III, España): “En las tinieblas de Brumario: Cuatro siglos de reflexión política sobre el golpe de estado”.

Share