Por Italo Pallotti.-

El pueblo argentino está siendo sometido a una catarata de novedosas maneras de ejercer el poder, por obra de gobernantes que, tras sus escandalosas conductas, le dan un sello tan particular que el hombre común se desorienta y piensa que aquello que eligió es sólo una marioneta ejerciéndolo, como también un simulacro de algo desconocido; al menos sobre el concepto que desde la primaria le mostraron debía ser una manera sobria de manejar la cosa pública. El concepto de lo que debe ser una forma de gobierno basado en los beneficios de la libertad y la preservación de los derechos básicos que hacen a la convivencia social ha sido vulnerado desde tanto tiempo como el necesario para decirnos de continuo a los hombres libres que esos principios no deberían nunca ser dejados de lado. Claro está que para ello la comprensión de esos aspectos deben ser guardados y protegidos como un tesoro y necesariamente deberán contar con un terreno fértil sobre el que la educación le permita hacer pie para conquistar de la mejor manera posible el objetivo buscado. Porque si buceamos en el origen de la forma de gobierno planteada, nos encontramos con que no es ni más ni menos que la Democracia. Es decir: Demos (pueblo), kratos (gobierno); o sea gobierno del pueblo (VaC). O en un sentido más popular: de, por y para el pueblo (como nos decían en la secundaria). Queda expuesto que el sistema, por razones obvias, no puede ser ejercido de manera directa, sino que se manifiesta a través de la figura del representante del pueblo elegido en elecciones libres para ejercer esa potestad, en nombre de toda la ciudadanía. Pero he aquí que el poder delegado a los mandatarios por medio de los mandantes (los votantes) debería exigir a éstos la suficiente preparación, no sólo intelectual sino también cívica, para que el sufragio no tenga el carácter de una mera formalidad sino una profunda calificación como tal. Yendo al punto, la Argentina, a través de décadas y por motivos que sería muy largo tratar en lo breve de este escrito, fue décadas tras décadas desmejorando la calidad del voto hasta hacerlo añicos en su verdadero sentido de representatividad. Se perdió poco a poco la matriz que el dictamen ciudadano no es sino la manera de interactuar de una forma libre, respetuosa y en la misma frecuencia, no declinando posiciones del pensamiento, para que la calidad del representante sea la que mejor se adecue al principio general de bienestar. Pero es bien conocido que políticas erráticas, de vaivenes insostenibles en tiempos prudenciales, fueron erosionando la dupla Gobierno-Estado, para concluir destruyendo la conducta racional y emocional del ciudadano y comenzar a transformarlo en víctima de los populismos demagógicos; y justo es decirlo, alejado de banderías; pues todos en algún momento echaron mano a esta práctica para sobrevivir políticamente. Y entonces sobrevino la debacle. Esos mismos individuos (y léase bien que ya no se habla de ciudadanos) comenzaron a dejar jirones de su dignidad, no sólo cívica sino también moral detrás de la dádiva, el subsidio y otro menú de prebendas que lo han ido alejando de su pensamiento crítico. Y ya le dio, y le da lo mismo votar al virtuoso que al corrupto. Entonces el mandatario, elegido tantas veces entre los peores, por falta de cultura intelectual y cívica de los mandantes, paulatinamente fue distorsionando su conducta como intuyendo que da lo mismo ser justo que pecador. Aquí, la Justicia, que debe ser custodia de esos comportamientos, dejó y deja (tantas veces) librado al azar, sus decisiones para poner límites a lo antedicho. Allí es donde nace el riesgo: del sometimiento a los caprichos del gobernante de turno. A la anomia en muchos aspectos de la vida del ciudadano de bien. A la prepotencia de los funcionarios en la búsqueda de mezquinos intereses. A la deformación del papel de los tres poderes de gobierno que establece la Constitución, con el avasallamiento de unos sobre otros, en actitud verdaderamente nefasta. A la degradación de los valores sociales. A la pérdida del sentido solidario de los mismos. A las grietas y rotura total del tejido social. A la aparición de conductas autoritarias y caprichosas. A la falta de generación de riqueza condenada por una expoliación del dinero privado, atentatoria de esa capacidad innata en la mayoría del pueblo trabajador. Al de sucumbir frente a ideologismos ya perimidos y decadentes. Al de hacer olvidar que el funcionario es un empleado público, pagado por los impuestos que el pueblo aporta y no un mero ladronzuelo cobijado bajo un cargo, que lejos está de honrar. Al de malversar los caudales públicos que dejan de servir a la educación, la salud y la seguridad. A la insinuación de un mamarracho cuasi totalitario que se ha vislumbrado peligrosamente, en este caso entre nosotros. Al decadente papel de una Justicia timorata, cobarde (¿o cómplice?) que eterniza causas en las que se ven involucradas altas figuras del gobierno. A la falta de reacción de toda una comunidad civil, y especialmente la política, frente al ataque de personajes oscuros de otros gobiernos contra figuras importantes del nuestro, como si nada. Al bochornoso papel de funcionarios/as que cruzan la barrera de la legalidad y bastardean cargos ajenos, sin que siquiera se les mueva un pelo. En fin, que esta catarata de riesgos (entre tantos otros) no hacen otra cosa que poner a la Democracia, y consecuentemente la República, en un andarivel sumamente peligroso. El pacto democrático-social es frágil si se lo somete a ideologismos contrarios a la matriz occidental y cristiana. Es claro que la nación está en las puertas de la terapia intensiva; elijamos a los, al menos, supuestos mejores (en estos días de elecciones) para que no entremos definitivamente en ella. No sobran los tiempos; y menos, ¡los terapeutas!

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