Por Italo Pallotti.-

Parece como un déjá-vu, en estos días, hablar sobre el impresionante daño causado a la nación por la mala praxis de los gobiernos que en las últimas décadas ocuparon sitiales de privilegio (¡y vaya si los tienen!). Bien se sabe que la política, desde el origen, tuvo, tiene y tendrá como objetivo resolver pacífica y razonablemente los conflictos entre las personas y los grupos humanos que conforman las naciones. Resulta difícil encontrar un motivo central, entre tantos, que ocupen de una manera excluyente el interés y la necesidad que se lo resuelvan. Cada cual ya como flagelo o epidemia lacerante de la tranquilidad social han ido carcomiendo temas vitales, como por ejemplo, sin que sean excluyentes, tanto la economía, la inseguridad, la educación o la falta de justicia (en tiempo y forma). La carencia de éstos, como tantos otros, fue socavando un estilo de vida que en tiempos algo lejanos pudo ofrecer alguna posibilidad de futuro más o menos apetecible a una mayoría del país. Casi como en una trampa, en la que los propios políticos han caído, parece haberlos atrapado hasta caer en un peligroso desinterés por dar solución a los múltiples problemas. Hasta por momentos parece habernos depositado en un esquema cultural en el que gran parte de la ciudadanía lo da como aceptado y se resigna a vivir de una manera contra natura de lo requerido por las sociedades modernas.

Tan dramático resulta lo expuesto que ese núcleo humano se pregunta si situaciones límites de ese tipo no han sido planificadas, vaya uno a saber por qué oscuros motivos o si se trata de consecuencias no del todo conocidas por los propios actores, generadores de ese tipo de acciones que tanto daño han causado al cuerpo social. Resulta difícil establecer un diagnóstico y radiografía del final de este estado de cosas. Sí es cierto que el populismo, la demagogia y la corrupción figuran al tope como origen del estado al que el país llegó en estos tiempos. Tal situación debería ya abrir los ojos a una comunidad adormecida, y muchas veces indiferente a la realidad que la abruma, confunde y llena de incertidumbre. Argentina está, por estos días en modo suspenso, como desactivada de esa realidad. Como aguardando un click salvador. Ese shock que nos ubique de nuevo en el mundo serio, disciplinado, donde los ejemplos sobran, desde lo ideológico a lo fáctico, alejándonos de la escoria que dejaron aquellos que en la perversión y el engaño encontraron la panacea que los enriqueció y catapultó a sitiales, de hecho, inmerecidos, como reprochables.

Las noticias actuales, ya con la impronta de un nuevo gobierno, nos ofrecen temas y hechos donde la política se entremezcla con el juego de las dos verdades, tan típica y vergonzosamente aplicada por décadas en los distintos niveles el Estado. La doble verdad. Cada cual con la suya, aunque en el fondo bien sabe (uno u otro) que es una flagrante mentira. El momento sopapea con crudeza los actos de los dirigentes; luego el desmentido pone el paño frío para calmar las reacciones. Al desencuentro más evidente se lo disimula con un “son cosas del periodismo o la oposición”, pues hipocresía y cinismo sobran. Ni el miedo a la deshonra los detiene. Un exhibicionismo casi de sainete, grosero tantas veces, los pone en el ridículo. Ni la posibilidad de un castigo ejemplar los hace titubear en sus manifestaciones y actos. Todo parece un juego desafiante a un pueblo que ha demostrado con su ignorancia, su nulidad cívica, su aceptación pasiva a tanta mendacidad, decidido a seguir soportando un cruel “juego de la oca”, donde el retroceso parece ser la consigna. Se constituyen en una clase cómplice, torpe, ciega e incapaz de ver que no solo está en juego a corto plazo su propia individualidad, sino la de su propia familia y la Nación; que no es poco decir. Si tanto costó el intento de salir del infierno, no juguemos con fuego de nuevo; porque a veces el fanatismo, aunque oculto, produce un fuego perenne dispuesto a tomar impulso si no se lo controla a tiempo.

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