Por Hernán Andrés Kruse.-

“No parece verosímil que en cualquier actividad haya que prever y preordenar objetivos, fines y medios, y que en la actividad económica no sea así. De este modo se pone por delante el problema de la planificación o-si es menos incómoda la palabra-el planeamiento. Metas e instrumentos se enlazan en un proyecto y un programa de acción. Hay que tomar decisiones y hay que ejecutarlas, hay que organizarlas y controlarlas. Todas las insatisfacciones y los cambios a promover son obra del hombre, y nada de lo que hace el hombre puede ser hecho desordenadamente, o irracionalmente. Al contrario, debe ser hecho racionalmente. Y se nos ocurre racional planificar, planear. La planificación no se produce sola, ni por la libre competencia. No en vano se ha dicho que planificación es técnica de racionalización.

Desde ya se advierte que planificar supone alguna dosis de intervención en la actividad económica, y esa intervención del sujeto planificador es fundamentalmente intervención del estado. Eso sí, no toda intervención es coordinadamente planificada ni planificadora, por lo que “intervención no es igual a planificación”. De modo que si partimos de la idea de que planificar es aspirar a un orden futuro eficaz para difundir bienestar y progreso, nada hay de nocivo o repudiable en la propuesta. Todo depende del modo como se planifica, de los medios, de la intensidad, es decir, en suma, del margen o de la zona que la planificación deja a la libertad y a la iniciativa de los hombres y de los grupos.

Es acá donde surge el carácter imperativo u obligatorio de la planificación, y el carácter indicativo o no impuesto coactivamente. De antemano, se vislumbra preferible la persuasión y la disuasión a la imperatividad bajo sanción; y todavía mejor si la planificación se concierta con audiencia y participación comunitarias. Los criterios acordes con esa intervención y sugeridos a la libertad pueden lograr mejor consenso y, con él, mayor eficacia. Lo que no puede tolerarse es que una planificación suprima o coarte arbitrariamente la libertad y los derechos. De donde la única planificación justa es la que se da en la democracia. No en vano Gordillo trae la cita de Laudabère en el sentido de que los métodos propios de la planificación indicativa son más efectivos y dan mayores frutos en la práctica en relación a los particulares

Pero es verificable que toda planificación por indicativa que sea, contiene algunas pautas mínimas de imperatividad. Es cuestión de dosis en el juego de ella con la libertad. Las planificaciones socialistas no son, como principio, democráticas. Menos aún si socialismo quiere decir propiedad estatal de los medios productivos y concentración del poder económico en el poder político. La separación entre uno y otro, al modo como la señalaba Mauricio Hauriou, sigue siendo un postulado de la libertad. De esa idea se desprende otra: un “cierto” liberalismo económico es necesario, al menos, para que tenga sentido el liberalismo político, porque no hay verdadera libertad (no a pedazos, sino total y coherente) donde hay una total planificación rígida e imperativa en el proceso económico. “Dicho en otras palabras: no encontraremos ninguna planificación socialista, rígida, total, que no sea al mismo tiempo políticamente autoritaria” (Gordillo).

En su libro “A time for truth”, William E. Simon dice que los sistemas polares de organización político-económica son, en un extremo, un mercado libre, no planificado, basado en decisiones individuales, en una sociedad libre y que respeta a las personas, que crea un sistema económico poderoso e inventivo y que produce riqueza; en el otro, la planificación totalitario-colectivista que destruye tanto la libertad política como la económica y produce pobreza colectiva y hambre. La mayor parte de las personas no llega a percibir-añade-que cuando una sociedad política y económicamente libre comienza a cercenar la iniciativa individual, a restringir la libertad del mercado, la libertad política comienza entonces a declinar, la incentiva decae forzosamente y la riqueza disminuye ineludiblemente. Un estado que disminuya su libertad económica debe ser menos libre políticamente. Y dado que la libertad es una precondición para la creatividad económica y la riqueza, ese estado debe volverse más pobre.

Parece verdad lo que sintetiza Fourastié: es engañoso esperarlo todo de la planificación, pero es un error no esperar nada de ella; la planificación es necesaria y útil pero, con todo, no puede reemplazar al mercado. El ala extrema liberal supone que la armonía deriva de la competencia absolutamente libre; diríamos que la planificación se produce sola y espontáneamente en el mercado, donde la producción provee al consumo satisfactoriamente. Hay una parte de verdad en la afirmación de que es muy difícil hallar un mecanismo de adjudicación de recursos mejor que el que resulta del mercado.

Pío XI, en su encíclica Quadragésimo Anno dice que “aun cuando la libre competencia, dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía (…) Es, pues, completamente necesario que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio directivo”. Pero a continuación advierte que mucho menos puede desempeñar esa función la dictadura económica en sustitución de la libre concurrencia. Años más tarde, el magisterio de Juan XXIII aleccionaba en la Mater et Magistra que “el mundo económico es creación de la iniciativa personal de los ciudadanos, ya en su actividad individual, ya en el seno de las diversas asociaciones para la prosecución de intereses comunes. Sin embargo (…) deben estar también activamente presentes los poderes públicos a fin de promover debidamente el desarrollo de la producción en función del progreso social en beneficio de todos los ciudadanos. Su acción, que tiene el carácter de orientación, de estímulo, de coordinación, de suplencia y de integración, debe inspirarse en el principio de subsidiaridad formulado por Pío XI (…)”. La misma encíclica dice que la presencia del estado en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no reencamina a empequeñecer cada vez más la esfera de la libertad en la iniciativa de los ciudadanos particulares, sino antes a garantizar a esa esfera la mayor amplitud posible, tutelando efectivamente, para todos y cada uno, los derechos esenciales de la personalidad, entre los cuales hay que reconocer el derecho que cada persona tiene de ser estable y normalmente el primer responsable de su propia manutención y la de su propia familia, lo cual implica que en los sistemas económicos esté permitido y facilitado el libre desarrollo de las actividades de producción.

Late en estos párrafos la noción ya indicada de que es el hombre y no el estado, el sujeto de la gestión económica, pero también la de que la “libre competencia, contenida dentro de ciertos límites razonables y justos, y sobre todo el poder económico, están sometidos efectivamente a la autoridad pública en todo aquello que le está peculiarmente encomendado” (Quadragesimo Anno). Volvemos así al punto de la intervención del estado en la economía. Teóricamente, es fácil admitir que esa intervención se justifica, como toda otra, para el bien común, y se dosifica según el principio de subsidiaridad. Messner enseña (“Ética social, política y económica a la luz del derecho natural”, Ed. Rialp S. A., Madrid-México-Buenos Aires, Pamplona, 1967) que la finalidad de la llamada economía social exige el mayor grado de libertad de consumo y de acceso a la adquisición de bienes que se pueda compaginar con el bien común. La competencia en el mercado libre cumple un papel ordenador, pero, al contrario de lo que supone un liberalismo extremo, no acarrea automáticamente y siempre la armonía justa. El principio ordenador viene de la subordinación de la economía al bien común, cuya gestión es propia del estado. La tutela del bien común es la que proporciona título al estado para intervenir en la economía. Intervención moderada y prudente, porque si llega al dirigismo de establecer lo que se tiene que producir, vender o consumir, la libertad se aniquila. Y ese tipo de intervención es intolerable porque no se concilia con la libertad ni con el bien común.

Dice Valsecchi (“Economía “nacional”, planificación y libertad económica”, el Derecho, T. 86) que “la política orientadora de la economía racional no está encaminada a empequeñecer la esfera de la libertad en las actividades económicas de los ciudadanos, sino antes bien dirigida a ampliarla y favorecerla mediante una acción coadyuvante del poder público, que incide positivamente en asegurar el recto funcionamiento del sistema económico de la nación”. “El estado debe “dejar hacer” lo que la iniciativa privada es capaz de hacer sola, debe “ayudar a hacer” lo que la iniciativa privada por sí misma no alcanza a hacer, y “debe hacer” lo que la iniciativa privada no puede o no debe hacer”.

Si hemos dicho que la economía tiene como fin producir para consumir, hay un paso más que dar para adelante. El hombre consume para satisfacer sus necesidades, para asegurar su vida, para emplear los recursos económicos en orden a su subsistencia, su confort, su felicidad. O sea que el proceso económico empieza y concluye en el hombre, se ordena al bien de la persona, de su naturaleza-corporal y espiritual-. La producción y el consumo de bienes naturales se ordenan al bien de la naturaleza humana”, dice Marcel De Corte.

Esto es muy importante cuando se pone por delante la meta del crecimiento y del desarrollo económico. Nosotros no imaginamos ese crecimiento y ese desarrollo más que en función de un mejor nivel y género de vida para todos los hombres. Multiplicar la producción de bienes y promover la justa distribución, tienen sentido cuando se pone como término final a la persona humana. El engrandecimiento de la economía llamada “nacional”, o la conversión del estado en potencia económica, no son fines en modo alguno aceptables si el logro apetecido, propuesto o logrado no es participado efectivamente por la población. O sea, si el fin de la actividad económica se desvía de su único sujeto beneficiario, que es el hombre y su progreso personal.

No es vituperable que los hombres persigan, en el proceso económico, una ganancia. El lucro, por sí mismo, no es malo. Nadie hace cosas que le ocupan demasiada parte de su vida sin la perspectiva de un rendimiento que le permita vivir lo mejor posible. Esto en general es así; y por eso se produce, por el atractivo de que lo producido entra a un mercado del que salen ciertos beneficios. Lo malo está en ambicionar, fuera de los cánones de la ética, un lucro ilimitado que se convierta en el único patrón ciego de la actividad económica, y que, por supuesto, sólo atiende al interés y al provecho propios con marginación absoluta del bien común. La economía debe ser lucrativa, pero antes que el lucro está el servicio para el hombre. Allí la economía toca a la ética, porque todo punto de tangencia con la persona plantea un problema moral y adquiere una dimensión moral”.

(*) Germán Bidart Campos: “La re-creación del liberalismo”, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1982.

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