Por Hernán Andrés Kruse.-

Pero consideremos esto: ¿ha habido alguna disciplina, algún conjunto de ideas del pasado, ya se trate del budismo o de un medicamento moderno, capaz de avanzar por sí solo y de conseguir aceptación sin la presencia de «cuadros» decididos de budistas o de médicos? La mención de los médicos señala otro de los requisitos para que un movimiento sea coronado por el éxito: la presencia de profesionales, de personas que dedican todo su tiempo y sus preocupaciones a la causa o la doctrina en cuestión. En los siglos XVII y XVIII, cuando hizo su aparición la medicina moderna como nueva ciencia, surgió un número suficiente de sociedades científicas, integradas en buena parte por aficionados, que hoy llamaríamos «Amigos de la Medicina», que crearon una atmósfera de estímulo y de apoyo a los nuevos conocimientos. A buen seguro, no habría avanzado gran cosa la medicina de no haber habido médicos profesionales, hombres que dedicaron toda su atención y todo su tiempo a la nueva disciplina y consagraron toda su capacidad y sus energías a su fomento y a sus nuevos avances. La medicina seguiría siendo todavía hoy día simple pasatiempo de aficionados de no haberse desarrollado la profesión de médico. Y, sin embargo, y a pesar del espectacular crecimiento de estas ideas y de este movimiento en los últimos años, son pocos los libertarios que reconocen la enorme necesidad del desarrollo de la libertad como una profesión, como el núcleo central para el progreso tanto de los conceptos teóricos como de la situación de la libertad en el mundo real. Toda nueva idea y toda nueva disciplina se inician forzosamente a partir de una o de unas pocas personas y se difunde hacia un núcleo más amplio de conversos y de partidarios. Incluso en su pleamar, y dada la enorme diversidad de intereses y de capacidades de los seres humanos, el movimiento libertario está ineludiblemente vinculado a una minoría de cuadros profesionales.

No hay aquí nada de «siniestro» ni de antidemocrático, pues cuando postulamos un grupo de «vanguardia» de libertarios lo entendemos en el mismo sentido en que se habla de una vanguardia de budistas o de médicos. Confiamos en que esta vanguardia conseguirá que una mayoría o una influyente minoría de la población se adhiera (si no se consagra totalmente) a la ideología libertaria. La existencia de una mayoría libertaria entre los revolucionarios norteamericanos y en la Inglaterra del siglo XIX demuestra que no es imposible tal proeza. Mientras tanto, en la senda hacia el objetivo, podemos imaginarnos la adopción del libertarismo a modo de una escalera o pirámide, con varios individuos o grupos de individuos en los diferentes peldaños ascendiendo hacia la altura, desde el colectivismo o el estatalismo hasta la cumbre pura de la libertad. Si los libertarios no consiguen «despertar la conciencia del pueblo» para que alcance el escalón más alto de esta libertad pura, pueden al menos proponerse la meta, menor pero no menos importante, de ayudar a unos cuantos a subir algunos peldaños más. Con este propósito, pueden descubrir que es provechoso formar coaliciones con no libertarios para unas concretas y determinadas actividades ad hoc. Por tanto, un libertario puede, de acuerdo con sus prioridades y con su situación social, dedicarse a estas actividades de «frente común» con los conservadores para modificar los impuestos, o con los libertarios civiles para rechazar el servicio militar obligatorio o la legalización de la pornografía o de los discursos «subversivos». Al comprometerse en estos frentes unidos a favor de unos temas concretos, pueden conseguir un doble propósito: a) multiplicar considerablemente su propia capacidad de influencia para trabajar en beneficio de un objetivo libertario específico, dado que logran movilizar a muchos no libertarios para cooperar a tal fin; y b) «despertar la conciencia» de sus colegas de coalición para mostrarles que el libertarismo es un sistema interconectado completo y que la consecución plena de su objetivo particular requiere la adopción del esquema libertario total.

Los libertarios pueden, por tanto, señalar a los conservadores que los derechos de propiedad en el mercado libre sólo pueden ser maximizados y auténticamente salvaguardados si se defienden o se restauran las libertades cívicas; y pueden asimismo mostrar a los libertarios civiles la relación inversa. Es de esperar que estas indicaciones ayuden a algunos de estos aliados ad hoc a subir muchos peldaños de la escalera libertaria. Los marxistas han descubierto que a lo largo del avance de todo movimiento dedicado al cambio social, es decir, a transformar la realidad social de acuerdo con un sistema ideal, pueden surgir dos tipos contrapuestos de «desviaciones» respecto de la línea estratégica adecuada: lo que estos mismos marxistas han denominado «oportunismo de derechas» y «sectarismo de izquierdas». Estas desviaciones, a menudo atractivas a primera vista, son tan fundamentales que podemos elevar a la categoría de norma teórica la afirmación de que una de ellas, o tal vez las dos, surgirán inevitablemente para perturbar un movimiento en las diferentes fases de su evolución. Nuestra teoría no puede determinar cuál de las dos triunfará en un movimiento particular. El resultado dependerá de la concepción estratégica subjetiva de grupos comprometidos en el movimiento. Las consecuencias últimas se inscriben en el ámbito de la libre voluntad y de la capacidad de persuasión. El oportunismo de derechas, al buscar beneficios inmediatos, está dispuesto a abandonar la meta social última y a hundirse en ganancias menores y a corto plazo que a veces entran en colisión con el fin último. En el movimiento libertario, los oportunistas están más dispuestos a sumarse al establishment del Estado que a luchar contra él, más proclives a renunciar al fin último a cambio de beneficios a corto plazo. Declaran, por ejemplo, que «aunque todo el mundo sabe que los impuestos son necesarios, la situación económica requiere una reducción de la carga impositiva del 2 por ciento». El sectarismo de izquierdas, por su parte, husmea «inmoralidad» y «traición a los principios» en toda utilización de la inteligencia estratégica para conseguir demandas transaccionales en la senda hacia la libertad, incluso en aquellas que ayudan a conseguir el fin último y no lo contradicen.

Los sectarios proclaman por doquier «principios morales» y «libertarios», también en lo que no es sino simple estrategia, movimiento táctico o cuestión de organización. Tales sectarios estarían probablemente dispuestos a condenar como abandono de los principios el más mínimo intento para ir más allá de la simple reiteración del objetivo ideal social y seleccionar y analizar de forma más específica las cuestiones políticas de más urgente prioridad. Proporciona un ejemplo clásico de ultrasectarismo en acción dentro del movimiento marxista el Partido Social del Trabajo, que se enfrenta a cualquier tema político, sea el que fuere, únicamente con la monótona reiteración del eslogan «el socialismo, y sólo el socialismo, resolverá el problema». El libertario sectario censura a un locutor de televisión o a un candidato político que, ante la necesidad de elegir temas prioritarios, insiste en la reforma del sistema fiscal o en la supresión del servicio militar obligatorio y «se desentiende» del objetivo de la privatización del sector eléctrico. Debería ser evidente que ambas posturas, tanto la del oportunismo de derechas como la del sectarismo de izquierdas, son igual de nocivas para la tarea de la implantación del objetivo social último. El primero renuncia, en efecto, a este objetivo para conseguir beneficios a corto plazo, privando además de eficacia a tales ganancias. El segundo, envuelto en el manto de la «pureza», frustra su propio fin último al denunciar todos y cada uno de los pasos estratégicos necesarios para alcanzarlo. Resulta singularmente curioso que, a veces, un mismo individuo pasa alternativamente de una a otra desviación, desdeñando en cada caso el correcto sendero rectilíneo. Así, el sectario de izquierdas, desesperado al cabo de años de inútil reiteración de su pureza sin registrar progresos en el mundo real, puede caer de un salto en la más densa espesura del oportunismo de derechas y reclamar algún avance a corto plazo, incluso a costa del fin último. O el oportunista de derechas, crecientemente disgustado por las contemporizaciones —personales o de sus colegas— de su integridad intelectual o de sus objetivos últimos, puede caer en el sectarismo de izquierdas y censurar todo tipo de prioridades estratégicas encaminadas a los mencionados objetivos.

De este modo, ambas opuestas desviaciones se alimentan y refuerzan mutuamente y ambas resultan igual de nocivas para la tarea principal de alcanzar, de manera eficaz, el objetivo libertario. Los marxistas han sabido advertir que son necesarias dos baterías de condiciones para que se alce con la victoria cualquier programa que implique un cambio social radical: se trata de las denominadas condiciones «objetivas» y «subjetivas». Estas segundas se resumen en la existencia de un movimiento consciente y deliberado consagrado al triunfo de un ideal social concreto. Ya se ha tocado este aspecto en las líneas anteriores. Las condiciones objetivas se refieren a la existencia real de una «situación de crisis» en el sistema vigente lo bastante fuerte como para que todos los ciudadanos la perciban y además la perciban como falla del sistema. Los ciudadanos de un país no sienten interés por explorar los defectos del sistema por el que se rigen mientras tengan la sensación de que funciona aceptablemente bien. Y los pocos interesados tienden a contemplar el problema en su conjunto como abstracto y sin trascendencia para su existencia cotidiana y, por consiguiente, no como un imperativo para pasar a la acción, hasta tanto no estalle la crisis que perciben. Es este estallido el que incita a la búsqueda inmediata de nuevas alternativas sociales —y es entonces cuando los cuadros del movimiento alternativo (las «condiciones subjetivas») deben ser capaces de ofrecerlas— para relacionar la crisis con los fallos inherentes al sistema mismo y para señalar cómo el sistema alternativo resolverá la crisis actual y se anticipará a las que puedan producirse en el futuro. Es de esperar que el cuadro alternativo se haya hecho ya con una hoja de servicios según la cual ya habían previsto la crisis actual y habían prevenido contra ella.

El siglo XIX, y más especialmente el siglo XX, han contemplado varias formas de regresión al estatalismo de la era preindustrial. Estas formas (en concreto el socialismo y las diversas ramas del «capitalismo de Estado»), en claro contraste con el conservadurismo francamente antiindustrial y reaccionario de las primeras décadas del siglo XIX europeo, intentaron preservar e incluso ampliar la economía industrial pero rehuyendo las exigencias políticas (libertad y libre mercado) necesarias a largo plazo para su supervivencia. La planificación estatal, la burocracia, los controles, la alta y paralizadora fiscalidad, la inflación del papel moneda, todo esto debía provocar el colapso irremediable del sistema económico estatalista. Si, pues, el mundo se halla inexorablemente abocado a la industrialización y a sus pertinentes niveles de vida, y si la industrialización precisa libertad, entonces el libertario debe sentirse optimista respecto al largo plazo: para él, llegará sin falta el triunfo en el futuro. Pero, ¿qué decir del optimismo en el corto plazo, en el momento actual? Acontece afortunadamente ser verdad que las varias formas de estatalismo impuestas en el mundo occidental durante la primera mitad del siglo XX se hallan ahora en proceso de descomposición. El largo plazo está a la vuelta de la esquina. Durante medio siglo, la intervención del Estado ha podido llevar a cabo sus depredaciones sin provocar evidentes crisis y trastornos porque la industrialización cuasi laissez-faire del siglo XIX había creado un gran colchón amortiguador frente a aquellas depredaciones. El gobierno podía imponer contribuciones o inflación al sistema sin cosechar, al parecer, malos frutos. Pero hoy en día el estatalismo ha llegado tan lejos y se ha mantenido durante tan largo tiempo en el poder que el colchón —o su espesor— está tocando el límite de sus posibilidades. Como ha señalado el economista Ludwig von Mises, el «fondo de reserva» creado por el laissez-faire se ha «agotado»; el gobierno provoca ahora reacciones negativas instantáneas que son ya evidentes para los inicialmente indiferentes e incluso para muchos de los más ardientes defensores del estatalismo.

En los países socialistas de Europa Oriental los propios comunistas están advirtiendo con creciente claridad que la planificación centralizada sencillamente no funciona, sobre todo en el ámbito de la economía industrial. De ahí el rápido abandono, en los últimos años, de este tipo de planificación y el retorno hacia el mercado libre en todas aquellas naciones, y de forma especial en Yugoslavia. También en el mundo occidental ha entrado por doquier en un periodo de crisis el capitalismo de Estado, como se advierte en el hecho de que los poderes públicos han consumido, en el sentido literal de la palabra, todo su dinero: la presión fiscal en constante aumento paralizará sin remedio las industrias y los incentivos, mientras que la creciente creación de moneda (ya sea directamente o a través del sistema bancario controlado por los gobiernos) llevará a desastrosos incrementos de la inflación. Son, por tanto, cada vez más altas y más numerosas las voces que hablan de la «necesidad de rebajar las expectativas depositadas en los gobiernos», incluso en los Estados que antes fueron sus más ardientes campeones. En Alemania Occidental, el Partido Social Demócrata ha abandonado hace ya mucho tiempo su apelación al socialismo. En Gran Bretaña, aquejada de una economía paralizada por los impuestos y de una irritante inflación, el partido «tory», durante años en manos de estatalistas convencidos, está ahora dirigido por la facción orientada al mercado libre, mientras que el Partido Laborista ha comenzado a retirarse de las posiciones de un caos planificado de estatalismo galopante. Es en los Estados Unidos donde las condiciones resultan ser particularmente esperanzadoras. Aquí, durante los últimos años, han coincido a) el hundimiento sistemático generalizado del estatalismo en los programas económicos y en los principios que rigen la política exterior y las materias socio-morales y b) un aumento firme y sostenido del movimiento libertario y de la difusión de las ideas libertarias entre la población, los forjadores de opinión y los ciudadanos corrientes.

Tal vez el mejor de todos los signos y la más favorable señal del derrumbamiento de la mística del Estado sea la proporcionada por las revelaciones del caso Watergate de 1973-74. Watergate promovió un cambio radical en la actitud de todos y cada uno —con independencia de su ideología explícita— frente al gobierno mismo. Watergate alertó, en efecto, al público sobre las invasiones gubernamentales en sus libertades personales. Y, lo que es más importante, al llevar al Presidente ante los tribunales, se desacraliza para siempre un cargo hasta entonces considerado poco menos que como un soberano por el pueblo de Norteamérica. Y, lo que tiene aún mayor relevancia, se desacraliza también, a la vez, y en gran medida, el gobierno mismo. Ya nadie confía en ningún político ni en ningún funcionario; ahora se contempla al gobierno con permanente recelo y hostilidad, retornando a aquella sana desconfianza frente a los gobernantes que había caracterizado al pueblo y a los revolucionarios norteamericanos del siglo XVIII. A consecuencia del Watergate, nadie querría arriesgarse hoy día a entonar que «nosotros somos el gobierno» y que, por consiguiente, todos los funcionarios elegidos pueden actuar correcta y legítimamente. Para el triunfo de la libertad, la condición más vital es la desacralización, la deslegitimación del gobierno a los ojos del pueblo. Y Watergate lo consiguió. Así, pues, han comenzado a aparecer en los últimos años las condiciones objetivas para el triunfo de la libertad, al menos en Estados Unidos. Además, esta crisis del sistema es de tal índole que ahora es el gobierno el que figura como culpable. Sólo se la puede aligerar mediante una vuelta decidida hacia la libertad. Lo que ahora se necesita básicamente es que vayan en aumento las «condiciones subjetivas», las ideas libertarias y, más en particular, el movimiento consagrado al libertarismo para promover la difusión de estas ideas en el foro público. No es, sin duda, pura coincidencia que haya sido cabalmente en estos años —desde 1971, y con mayor firmeza desde 1973— cuando estas condiciones han registrado sus más poderosos avances en este siglo.

Es indudable que el colapso del estatalismo ha espoleado a muchos ciudadanos a convertirse —en parte o del todo— en libertarios, de suerte que las condiciones objetivas contribuyen a generar las subjetivas. Además, al menos en los Estados Unidos, nunca se ha perdido enteramente la espléndida herencia de libertad y de ideas libertarias que se remontan hasta los tiempos revolucionarios. Los libertarios de nuestros días tienen, pues, una sólida base histórica sobre la que construir. La rápida expansión de las ideas y del movimiento libertario en los últimos años ha penetrado en numerosos campos del mundo universitario, sobre todo entre los jóvenes, y en algunas áreas del periodismo, los medios de comunicación, los negocios y la política. Dada la persistencia de las condiciones objetivas, parece claro que esta eclosión del libertarismo en nuevos e inesperados puntos no es una moda pasajera inducida por los medios de comunicación, sino la respuesta, en inevitable progresión, a las condiciones de la realidad objetiva, tal como son percibidas por la población. Dado que existe la libre voluntad, nadie puede predecir con certeza que esta línea ascendente del talante libertario se consolide en breve espacio de tiempo en América y que presione sin vacilaciones hacia la victoria total del programa libertario. Pero es indudable que tanto la teoría como el análisis de las actuales condiciones históricas llevan a la conclusión de que son sumamente estimulantes las perspectivas que se abren ante la libertad, también a corto plazo”.

(*) Murray N. Rothbard, “Hacia una nueva libertad. El Manifiesto Libertario”, cap- XXIX “La estrategia de la libertad”.

Ver también: Milei y la estrategia de la libertad (1)

Share