Por Hernán Andrés Kruse.-

En el debate presidencial acaecido en Santiago del Estero el pasado domingo 1 de octubre Javier Milei, candidato presidencial por La Libertad Avanza, lanzó polémicas frases sobre la tragedia de los años setenta. Expresó el libertario: “Los liberales hemos sido acusados de cosas aberrantes, de fachos, fascistas, nazis, cosas que no tienen que ver con nosotros. Valoramos la visión de memoria, verdad y justicia. Empecemos por la verdad. No fueron 30 mil desparecidos sino 8735”. Más adelante afirmó estar “en contra de una visión tuerca de la historia al considerar que durante la década del setenta “hubo una guerra en la que las fuerzas del Estado cometieron excesos”, mientras que “también los terroristas (…) mataron, asesinaron y torturaron gente, pusieron bombas, hicieron un desastre y también cometieron delitos de lesa humanidad”. “Ustedes sigan recordando la historia, nosotros venimos a reescribir una distinta” (fuente: Infobae, 2/10/023).

Confieso que nunca pensé que, luego de haber transcurrido casi medio siglo de la tragedia de los setenta, un dirigente político se atrevería a desafiar públicamente la historia oficial de la pesadilla de aquel entonces. Y menos que ese dirigente esté a un paso de ser elegido presidente de la nación. Milei cuestionó sin miramientos el número de desaparecidos. Para él no fueron 30 mil sino 8735. A favor del libertario cabe recordar que el militante montonero Luis Labraña afirmó en reiteradas oportunidades que él inventó la cifra mágica (30 mil) para lograr que las Madres de Plaza de Mayo estuvieran en condiciones de solventar gastos y tener una casa propia. Que yo sepa, hasta ahora la afirmación de Labraña no ha sido desmentida por nadie ligado a los organismos de derechos humanos. De todas maneras cabe afirmar que el problema no es numérico sino moral. Si finalmente se llegara a comprobar que la cifra exacta de desaparecidos fue de 8735, en nada disminuiría el cataclismo moral que significó el terrorismo de Estado. Es cierto que, tal como afirmó Milei en Santiago del Estero, el accionar guerrillero de los montoneros y de los erpianos dejó un tendal de muertos, pero también lo es que las fuerzas armadas no cometieron excesos sino que obraron en función de un plan de exterminio diagramado desde la cúspide del poder castrense.

A continuación paso a transcribir gran parte de un ensayo de Esteban Damián Pontoriero titulado “La Armada Argentina y su enfoque para la “guerra contra la subversión” en los comienzos del terrorismo de Estado (1975-1976)” (Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín-Revista Austral de Ciencias Sociales, 2021).

LA ARMADA Y LA GUERRA “ANTISUBVERSIVA”

“La Marina de Guerra se integró a la estructura represiva al mismo tiempo que las otras dos fuerzas, sancionando en noviembre de 1975 un nuevo “Plan de Capacidades (PLACINTARA). Una de las primeras referencias a este documento, que sirve para tomar dimensión de su importancia, se encuentra en la declaración informativa realizada el 13 de febrero de 1984 por el almirante Arturo Lambruschini ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Allí, el Comandante en Jefe de la Armada y miembro de la Junta Militar entre 1978 y 1981 indicó que el PLACINTARA había sentado las bases para la “lucha contra la subversión”, agregando que “el concepto de la operación se basó en la directiva que emitió el Consejo de Defensa en el año setenta y cinco”. Para completar la información sobre las fuentes jurídicas en las que abrevó la normativa de la Armada, debe destacarse la información aportada por el teniente de fragata (dado de baja) Alfredo Astiz en 2010. En su declaración indagatoria de la causa judicial denominada “ESMA II”, el ex marino y quien fuera un miembro destacado del “grupo de tareas” afirmaba que: “para confeccionar este plan [el PLANCINTARA], la Armada se basó en los decretos presidenciales firmados por la ya citada Presidente Martínez de Perón”, en referencia a los llamados “decretos de aniquilamiento de la subversión”, mencionados en el apartado anterior. El PLACINTARA constituye el principal material de referencia para estudiar la forma en que el arma del mar diagramó y ejecutó la represión y el exterminio.

Como señalan Lettieri y Agostini, esta normativa es “la puerta de entrada y el documento contextualizador de cualquier relevamiento que tenga como eje a esta Fuerza”. Asimismo, comparto el abordaje de San Julián (2017), quien busca las conexiones entre el PLACINTARA y la llamada “Doctrina de la Guerra Revolucionaria” francesa (DGR) y la llamada “Doctrina de la Seguridad Nacional” (DSN) estadounidense, las dos vertientes ideológicas a partir de las que el Ejército argentino desarrolló su propio enfoque para la guerra interna. La definición de la amenaza interna realizada en el PLACINTARA se basaba en el concepto de “subversión”. De acuerdo con este documento, la “acción subversiva” se desarrollaba en las esferas política, gremial, educativa y en “cualquier otro ámbito”, tal era la diversidad de opciones. A falta de una definición en el documento, se puede recurrir a la que se encontraba en el RG1-204 (Diccionario de Terminología militar de la Armada, una normativa sancionada a principios de la década del setenta). Allí se indicaba que la “subversión” era: “una actividad destinada a atacar las mentes de las personas con el propósito de destruir su lealtad y fidelidad hacia las autoridades constituidas, alentando las disenciones (sic) entre grupos sociales y/o nacionales, provocando que grupos de individuos actúen en forma contraria a los intereses del Estado, con la finalidad de transformar las instituciones y modificar la forma de gobierno”. Esta conceptualización, que poseía un grado de generalidad suficiente como para incluir un sinnúmero de potenciales adversarios, se asociaba con otra del pensamiento contrainsurgente francés, la de “guerra revolucionaria”.

El PLACINTARA afirmaba que en la Guerra Fría: “los éxitos obtenidos por el bloque oriental se deben a una pragmática aplicación de la estrategia indirecta y, dentro de ella, la guerra revolucionaria es la que sin lugar a dudas más beneficios le reportó”. Al igual que el Ejército, la doctrina de la Armada había incorporado aspectos fundamentales de la DGR como, por ejemplo, la definición del enemigo interno. De acuerdo con el RG-1-204, la “guerra revolucionaria”: “es la desarrollada por una ideología internacional que procura expandirse y lograr el predominio mundial por medio de la conquista del poder total y la modificación integral y violenta de los sistemas sociales, políticos y económicos particulares de cada país, a fin de implantar su régimen político”. El arma del mar consideraba la posibilidad de una guerra interna desde algunos años antes de la redacción del PLACINTARA, por lo que su contenido agregó una perspectiva concreta a ciertos principios teóricos. La entrada “hipótesis de conflicto” del RG-1-204 hablaba de la “suposición de un probable conflicto en el ambiente internacional o interno originado por la fricción de la política nacional con los intereses de otros países o de sectores internos”. Esto se condice con los análisis prospectivos del Ejército: luego del Cordobazo en mayo de 1969 el arma terrestre había volcado todas sus prioridades a la posibilidad de una guerra interna.

¿Dónde se imaginó la Armada que podría estallar una “situación subversiva” para mediados de la década del setenta? En el PLACINTARA se afirma la necesidad de extremar la atención tanto sobre ciertas regiones urbanas, así como sobre otras rurales. A la vez que se prescribía que: el esfuerzo antisubversivo en centros urbanos se aplicará prioritariamente en Zárate; Ensenada; Berisso; Mar del Plata; Bahía Blanca; Punta Alta y Trelew-Rawson”, se afirmaba que “se procurará evitar la formación de nuevos frentes rurales en el Delta del Río Paraná y zonas ribereñas de Misiones, Chaco y Formosa”. La preocupación por la “subversión urbana” y “rural” puede ser un indicador de la mixtura de conceptos provenientes de la DGR y la DSN, respectivamente. En efecto, mientras que los militares franceses habían elaborado una doctrina para ciudades como resultado de su experiencia en Argelia (1954-1962), los estadounidenses hicieron lo propio desde su experiencia en Vietnam (1964-1975) pero para un ámbito rural. Esto marcaba un contraste con las previsiones realizadas por los asesores militares franceses: a principios de los sesenta, Jean Nougués (1962) se mostraba sorprendido al constatar que: un país con vocación, hasta ahora, más agrícola que industrial tiene el 75% de sus habitantes concentrados en ciudades, fuera de las cuales existen solamente estancias y casas aisladas. Como resultado de esta situación, se estimaba que “la guerra revolucionaria puede concretarse en manifestaciones de masas y en sabotaje o terrorismo urbano, mucho más que en guerrillas campesinas”.

Hacia mediados de los años setenta, la Armada operó un cambio fundamental: mientras se prescribía una doctrina para el combate contra la “subversión”, se ordenaba el reemplazo de todos los conceptos que le otorgaran al enemigo el estatuto de una fuerza beligerante. Entre mediados del siglo XIX y los años que siguieron a la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) la mayoría de los países –incluida la Argentina– suscribieron una serie de declaraciones y tratados internacionales elaborados fundamentalmente en las ciudades de La Haya, Holanda, y Ginebra, Suiza. Junto a algunos principios básicos –por ejemplo, el de realizar una declaración formal de guerra, vestir uniformes y mostrar insignias o la portación de armas abiertamente–, se estableció que el uso de los medios de violencia a disposición de las FF.AA. debía quedar estrictamente limitado al terreno militar para así reducir la cantidad de muertos y heridos en combate. Además, se dispuso la protección especial para denominados grupos que debían gozar de un trato humanitario y bajo ningún concepto podían ser atacados o convertirse en objeto de represalias. Entre los beneficiarios de esta disposición se encontraba la población civil, los enfermos, los heridos y los prisioneros de guerra. Hasta ese momento, la fuerza contaba con una definición del enemigo irregular –el “guerrillero”– que en el RG-1-204, se definía como: “[aquel] combatiente que actúa en la guerrilla. Cuando lo hace dentro de las normas que dictan las leyes internacionales de la guerra, tiene estado legal y al ser capturado merecerá el mismo tratamiento que un prisionero de guerra convencional”.

La aclaración sobre el cumplimiento de ciertas normas para que la Armada considerara como una fuerza beligerante a un adversario era fundamental, constituyendo un freno a la comisión de actos criminales. Sin embargo, en un agregado de abril de 1980, el PLACINTARA dejaba de lado esta definición, indicando que “se emplearán las denominaciones de DS (delincuentes subversivos) y BDS (banda de delincuentes subversivos) cuando el destinatario sea el público interno, no debiendo sobrepasar el nivel específico de la Institución”. A continuación, se daba otra prescripción: “se emplearán las denominaciones de DT (delincuente terrorista) y BDT (banda de delincuentes terroristas) cada vez que exceda el marco específico de la Institución y se dirija hacia los públicos externos y/o internacionales”. Algunos años antes, el Ejército se encontraba realizando cambios similares en la forma de definir al enemigo. En 1975 el arma terrestre produjo una actualización de la doctrina de guerra interna, aprobándose en agosto como proyecto el reglamento RC-9-1 (Operaciones contra elementos subversivos). Allí se ordenaba reemplazar la terminología castrense: “no existirá la denominación de guerrilla ni guerrillero. Quienes participen en sus acciones serán considerados delincuentes comunes (subversivos) y las organizaciones que integren serán calificadas como “bandas de delincuentes subversivos”. Al igual que la Armada, el Ejército buscaba cambiar cualquier referencia al terreno bélico por una definición basada en el carácter delincuencial del enemigo. De acuerdo con la normativa, quienes fueran detenidos durante las acciones represivas: “no gozarán del derecho a ser tratados como prisioneros de guerra, sino que serán considerados como delincuentes y juzgados y condenados como tales, conforme a la legislación nacional”.

¿Cómo interpretar más allá del contenido del reglamento la percepción de la Armada respecto de estar librando una “guerra antisubversiva”? En un contexto de excepcionalidad jurídica y predominio de un abordaje contrainsurgente, el ocultamiento del enfrentamiento armado, la negación de derechos al enemigo y el abandono del Derecho de guerra se conectaban con una lógica represiva y de exterminio que habilitaba actos criminales. Esto se condice con lo que expresa Carl Schmitt sobre las características de la guerra contra los grupos irregulares: “en el caso del partisano actual los antagonismos regular-irregular y legal-ilegal suelen cruzarse y desdibujarse”. En 1980, Martín Gras, un ex detenido del centro clandestino de la ESMA, expresó que los oficiales de la Armada que revistaban allí explicaron que: “en la medida que luchaban contra una “subversión” que adquiría formas de guerra irregular (no usaban uniforme, no ocupaban un espacio físico determinado y se encontraban dentro del propio cuerpo social), los recursos que el Estado de Derecho reglaba para castigar los delitos contra la Nación, la Seguridad del Estado y la propiedad resultaban totalmente ineficaces para contener este tipo de acción “subversiva”. Se impone la pregunta acerca de cómo la Armada se dispuso a intervenir en el orden interno, es decir, cuáles fueron los métodos de “guerra antisubversiva” que prescribió”.

LA ARMADA Y LA “REPRESIÓN MILITAR”

“Investigar sobre el terrorismo de Estado es también investigar sobre la guerra. Los militares (al igual que la mayoría de la dirigencia política, diversos sectores de la sociedad civil y las organizaciones armadas) partían de la premisa de estar librando una contienda bélica. En base a ello diagramaban su doctrina, su estrategia, sus hipótesis de conflicto, sus métodos de combate y su intervención en el orden interno. Además, no se trataba de cualquier enfrentamiento armado sino de una “guerra contra la subversión”. Esto implicaba, por ejemplo, incorporar el crimen a la operatoria militar (Lazreg 2008). En efecto, una guerra irregular presentaba un escenario en que el enemigo sería un “delincuente”, “terrorista”, “subversivo”, que utilizaría cualquier medio a su alcance –principalmente los ilegales– para lograr sus objetivos políticos. Teniendo en cuenta las características del objeto de investigación, he tomado en consideración una serie de aportes relativos a la historia cultural de la guerra. En relación con esto, sigo una línea que han marcado referentes como el célebre historiador militar inglés John Keegan (2008) y Peter Paret (1991, 1997) así como luego también lo hicieron Thomas Kühne y Benjamin Ziemann (2007) y más recientemente David Alegre Lorenz (2018).

Desde comienzos de la última década del siglo XX en Francia empezó a tomar forma una importante corriente de historia cultural de los conflictos armados (Audoin-Rouzeau y Becker 1999). El concepto de cultura de guerra –el articulador teórico de esas investigaciones–, según Stéphane Audoin-Rouzeau y Annette Becker se define como “una colección de representaciones del conflicto que cristalizaron en un sistema de pensamiento que le dio a la guerra su significación profunda”. Parte de mi investigación apunta a dar con las coordenadas de una cultura de guerra contrainsurgente en la Armada argentina. En línea con los planteos realizados por Federico Lorenz (2015) y Germán Soprano (2019) considero que el estudio de las FF.AA. entre 1955 y 1983 desde este enfoque puede contribuir a dotar de nuevos sentidos la racionalidad del actor castrense, teniendo en cuenta que éste consideraba estar librando una “guerra contra la subversión”. Los aportes de la historia cultural de la guerra permiten explorar una serie de aspectos de la doctrina contrainsurgente: la conceptualización del enfrentamiento armado que se creía estar librando, la caracterización de la amenaza interna, las medidas y cursos de acción propuestos y los argumentos para la represión en la documentación militar.

Para comprender el accionar de las FF.AA. entre 1955 y 1983, el concepto de represión debe agregarse al de contrainsurgencia. Para el primero, tomo la definición de Gabriela Águila (2014), quien afirma que la represión remite a: “la implementación de un conjunto de mecanismos coactivos por parte del Estado (cualquiera sea su contenido de clase), sus aparatos o agentes vinculados a él –y ello incluye a los grupos u organizaciones paraestatales– para eliminar o debilitar la acción disruptiva de diversos actores sociales y políticos”. En una línea afín a esta conceptualización, Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco señalan que: “Aun considerando las diferencias entre ambas [represión estatal y paraestatal], esta delimitación debiera considerar tanto las estrategias reactivas (detención, encierro, persecución judicial, elaboración de listas negras, represión, exilio y formas extremas de violencia física que pueden incluir el homicidio) como las preventivas (inteligencia, vigilancia y legislación restrictiva de movimiento y de expresión, legislación de excepción”. A su vez, sigo el planteo de Thijs Brocades Zaalberg para quien la contrainsurgencia concierne a: “las acciones militares, paramilitares, políticas, económicas, psicológicas y cívicas tomadas por un gobierno y sus partidarios extranjeros para derrotar una insurgencia, siendo la insurgencia un movimiento organizado dirigido al derrocamiento de un gobierno a través del uso de la subversión y el conflicto armado”.

En el caso argentino, entonces, la acción de las FF.AA. combinó la represión (una tarea de seguridad) con la contrainsurgencia (un conjunto de acciones de guerra interna). El concepto clave para pensar esta amalgama entre seguridad y defensa en la doctrina de la Armada es el de “represión militar”. En el PLACINTARA se definía de la siguiente manera: “consistirá en la acción violenta que ejecutarán fuerzas militares, para anular cualquier tipo de conmoción interior importante, originado por la acción de grupos de cierta magnitud, organizados y armados de manera tal que superen la capacidad policial (y de las fuerzas de seguridad) y/o pongan en peligro a la seguridad de la zona”. El término “conmoción interior” que sirve para designar un estado de emergencia permite trazar una vinculación con la legislación de defensa vigente. En efecto, en la Ley de Defensa 16.970 sancionada por el presidente de facto general Juan Carlos Onganía (1966- 1970) en 1966 se indicaba en el artículo 43 que en el caso de una “conmoción interior” “podrá recurrirse al empleo de las Fuerzas Armadas para restablecer el orden”. En relación con esto, el decreto 739 de febrero de 1967 de reglamentación de la Ley señalaba en su artículo 37 que la “conmoción interior originada por la acción de las personas” tenía que ver con: “una situación de hecho, de carácter interno, provocada por el empleo de la violencia, que ponga en peligro evidente la vida y bienes de la población, el orden público y el ejercicio de las autoridades normales de una zona del país que afecte a la seguridad nacional, y de una magnitud tal que las fuerzas provinciales resulten impotentes para dominarla y exija la intervención de las autoridades y medios nacionales”.

Esta definición también permite analizar otro aspecto de la “represión militar” desde la perspectiva de la Armada, a saber, la prescripción de un uso escalonado de las fuerzas represivas del Estado. La gradualidad en su uso señalaba una continuidad entre las acciones de seguridad –ejecutadas por la Policía y la Gendarmería– y las operaciones de guerra interna –desarrolladas por las FF.AA., con la primacía del Ejército y un papel importante del arma del mar–. El Ejército contaba con esta metodología represiva en sus reglamentos desde fines de los años sesenta, como puede verse en el reglamento RC-8-3 (operaciones contra la subversión urbana), sancionado en julio de 1969: “el empleo de las fuerzas legales en operaciones de seguridad en áreas urbanas se realizará, en principio, en forma escalonada y ascendente. En primer término serán empleadas las fuerzas policiales (provinciales o federales) a fin de asegurar el mantenimiento del orden en el área afectada. Cuando ellas se encuentren incapacitadas para enfrentar al enemigo, deberá recurrirse al empleo de la Gendarmería Nacional (eventualmente Prefectura Nacional Marítima) para apoyar las operaciones de las fuerzas policiales. El empleo de las Fuerzas Armadas deberá decidirse antes de que se agote la capacidad de las fuerzas de seguridad y/o cuando la inminencia de graves acontecimientos así lo justifique”.

Ahora bien, resulta interesante comparar la forma en que la Armada entendía la “represión militar” hacia mediados de la década del setenta contrastándola con la de los años previos. En el RG-1-204 se indicaba que se trataba de: “la acción violenta que ejecutan las fuerzas militares en una zona de emergencia para anular cualquier tipo de conmoción interior importante, originada por la acción de grupos de cierta magnitud, organizados y armados de manera tal que superen la capacidad policial y/o pongan en peligro a la seguridad local”. Como puede observarse, esta definición también se basaba en principios extraídos de la legislación de defensa, empezando por el concepto de “zona de emergencia”, una jurisdicción especial para habilitar el uso de las FF.AA. El artículo 43 de la Ley de Defensa 16.970 prescribía que: “en aquellas zonas o lugares especialmente afectados podrán declararse zonas de emergencia a órdenes de autoridad militar, para la imprescindible coordinación de todos los esfuerzos”. Por su parte, el decreto 739 agregaba que: “el Comandante de la misma [de la “zona de emergencia”] ejercerá el gobierno militar y civil en dicha zona, debiéndosele subordinar las autoridades, medios y fuerzas provinciales que sean necesarios”.

En base a esto, el RG-1-204 afirmaba que la “zona de emergencia” era “aquella: parte del territorio nacional que el Presidente de la Nación coloca, en caso de conmoción interior o desastre, a órdenes de una autoridad militar, para el ejercicio de gobierno militar y civil y para la imprescindible coordinación de todos los esfuerzos”. Sin embargo, el PLACINTARA retiraba el requisito de la previa declaración de la “zona de emergencia” para que las FF.AA. pudieran reprimir, indicando que “normalmente se operará sin declarar ‘zona de emergencia’, salvo que situaciones de excepción así lo impongan”. La diferencia es sutil, pero nos habla de un avance de las medidas de excepción en un cuadro general que de por sí ya mostraba una acumulación de normativas y disposiciones en esa línea. Hacia 1975, entonces, las FF.AA. ya habían delineado un plan represivo a escala nacional para el que contaban con una estructura territorial para cubrir todo el país. Por este motivo, el dispositivo de la “zona de emergencia”, podría decirse, pasó a constituir la regla de la organización represiva, dejando de ser una jurisdicción territorial de tiempos de crisis acotada en el tiempo y el espacio”.

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