Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 3 de mayo, Perfil publicó el último informe anual de Reporteros sin Fronteras (RSF) que pone de relieve los continuos ataques de Javier Milei hacia el periodismo. A raíz de ello la Argentina se desplomó del puesto 40 al puesto 66 del ranking mundial sobre la libertad de prensa. Según el informe “la llegada del gobierno de Javier Milei, abiertamente hostil con la prensa, marca un nuevo y preocupante punto de inflexión para el derecho a la información”. Resulta altamente preocupante, enfatiza el informe, los ataques del presidente contra reconocidos periodistas como María O’Donnell, Jorge Lanata, Silvia Mercado, María Laura Santillán, Pablo Duggan, Jorge Fontevecchia, entre otros. En una oportunidad Milei consideró que los medios de comunicación argentinos eran “la peor cloaca del universo”. Según el informe, Milei “alienta las agresiones a periodistas y los ataques para desacreditar a medios y reporteros críticos con su político” y “sus partidarios lo difunden ampliamente”. Cabe remarcar que este informe llegó justo cuando el Comité para la protección de los Periodistas con sede en Nueva York, expresara su preocupación por la actitud de Milei respecto a los periodistas críticos.

Es cierto que el presidente libertario no tolera a aquellos periodistas que critican su gestión. En más de una oportunidad se ha referido a ellos de manera despectiva, de una manera incompatible con el alto cargo que ostenta. Pero cabe reconocer, en honor a la verdad histórica, que Milei lejos está de ser el único presidente elegido por el pueblo que no soporta las críticas del periodismo. En pleno auge del kirchnerismo, por ejemplo, varios periodistas críticos sufrieron en carne propia la ira del poder. Y si retrocedemos en el tiempo imposible olvidar la decisión de Juan Domingo Perón de confiscar La Prensa (el diario de la familia Gainza Paz) en la década del cincuenta del siglo pasado.

Con semejante demostración de hostilidad, el presidente de la nación le hace un flaco favor a al liberalismo que proclama defender. Porque si hay un valor que hace a su esencia es, precisamente, el respeto a la libertad de prensa. Pero aquí es donde conviene traer a colación una cuestión muy delicada que también hace a la esencia del liberalismo como filosofía de vida. Me refiero a la concentración de los medios de comunicación. Desde la llegada de Carlos Menem al poder una élite económica se adueñó de los medios de comunicación dando lugar a un monopolio lesivo de la libertad de prensa. La información quedó, por ende, en manos de esa élite. Lamentablemente, el presidente de la nación sólo despotrica contra aquellos periodistas que lo critican, como es el caso de los periodistas de C5N, por ejemplo. Pero lejos está de despotricar contra la concentración mediática ya que desde que asumió no dudó en otorgar reportajes a periodistas de La Nación+ y el Grupo Clarín, emblemas del monopolio privado de los medios de comunicación. Ello significa que para el presidente libertario aquel monopolio que se arrodilla a sus pies no atenta contra la libertad de prensa. En caso contrario, pasa a la categoría de “peor cloaca del universo”.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Saúl López Noriega (Director de Relaciones Nacionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación) titulado “Democracia y medios de comunicación” (Isonomía-México-2007). Por razones de espacio me limitaré a transcribir aquellas partes del escrito que más me interesaron.

“La prensa es libre cuando no depende ni del poder del gobierno ni del dinero” (Albert Camus).

“Sobra recordarlo: los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas son de mayúscula importancia. Es, precisamente, a través de su incesante transmisión de opiniones e información que se levanta un entorno común, un trasfondo de todas las interacciones sociales. Se trata del único foro posible en las democracias modernas; el ágora de nuestros tiempos. Una realidad que, para bien y para mal, es nuestra principal referencia cotidiana.

Esta es la razón de la constante preocupación liberal por los medios de comunicación. Desde los cimientos de este pensamiento político, la prensa se ha entendido como el ingrediente indispensable para materializar otras libertades, tales como la de pensamiento y de expresión y, en este sentido, como el instrumento idóneo para lograr el pluralismo informativo, la participación ciudadana en la esfera pública, así como la transparencia de la política sujeta al examen de la sociedad. En esta línea, Benjamín Constant consideraba que la más importante de las libertades sociales es la de la prensa. Sólo a través de ella se logra difundir opiniones diversas y, mediante su confrontación, acercarse a la verdad. Se trata del único medio de publicidad y, por tanto, la garantía última de los ciudadanos: todas las limitaciones al poder se vuelven una quimera sin la luz de los medios.

Ahora bien, el escenario mediático clásico del siglo XVIII, XIX y buena parte del XX se concibió a partir de dos ingredientes fundamentales. Por una parte, el Estado como el peligroso enemigo a vencer. Se entendió a la libertad de los medios como una épica y heroica batalla en contra del obeso y abusivo ogro estatal, en donde éstos eran un conducto neutral por donde circulaba la información más relevante de la comunidad. La lucha por una prensa autónoma se enfocó casi de manera exclusiva en eliminar la intromisión estatal y arrinconar su estructura para abrir un amplio espacio donde circulasen libremente las opiniones. El otro ingrediente lo encontramos en el que fuese el medio de comunicación predominante durante dicho período: la prensa. Durante el nacimiento de las libertades liberales existían también panfletos, libros y revistas, mas los periódicos desde su aparición se convirtieron rápidamente en el medio de comunicación por excelencia. Las apologías, defensas y advertencias alrededor de la libertad de expresión se imaginaron por mucho tiempo a partir de éstos. Simplemente era impensable, en su momento, la existencia de medios como la radio, la televisión y la internet; ya no digamos tecnologías tan sofisticadas como la comunicación vía satelital y la fibra óptica.

Pero es justamente este escenario habitado por la noción del Estado como enemigo y la prensa como principal medio de comunicación, lo que ha cambiado de manera drástica en las democracias contemporáneas. Sin duda, los primeros argumentos liberales conservan aún muchísima relevancia, toda vez que la prensa sigue siendo un medio de gran influencia y el interés del Estado por la censura es latente (y en ciertos lugares una práctica cotidiana). A pesar de ello, actualmente, el tema mediático plantea otra amenaza cuyo origen es diferente: el crecimiento sin trabas de la industria de los medios como intereses comerciales, así como el nacimiento de nuevos medios cuyas particularidades técnicas han permitido su desarrollo y preeminencia desde mediados del siglo XX. Más que en ataques o limitaciones a la libertad de expresión, al menos en buena parte de los países democráticos, el mayor peligro para el libre acceso de los ciudadanos a la información proviene del proceso de concentración de propiedad de los medios, así como en la aparición de agencias transnacionales que dictan de un modo implacablemente eficaz y unilateral cuáles son los hechos a informar y de qué manera hacerlo.

A la preocupación por una abusiva intromisión estatal en el escenario mediático, ahora es necesario sumarle la amenaza propia de la acumulación de los medios de comunicación. Una concentración que resbala fácilmente en la no competencia mediática, es la arbitrariedad privada, cuyo desempeño, lejos de ser neutral, se reduce más bien al desahogo de una agenda de intereses. Un conjunto de políticas internas que desdibujan la estampa de la objetividad, resultando en una programación que favorece proyectos políticos afines y ataca a los contrarios. Dicha parcialidad mediática es ineludible inclusive en condiciones de pluralismo; se trata de una consecuencia inevitable ante medios autónomos. Esta es una importante lección que nos ofrece la concentración mediática: la idea de unos medios objetivos, con una actuación estrictamente instrumental, es de menos una ingenuidad. El peor escenario, sin embargo, se presenta cuando la insalvable subjetividad de los medios tiene lugar en un contexto de monopolios o de posiciones dominantes. En tal supuesto el sistema de información y expresión se limita a un solo micrófono o, en el mejor de los casos, a un puñado. Y de ahí que sea indispensable para cualquier democracia la presencia de un escenario mediático plural.

No es difícil imaginar que este nuevo contexto de los medios de comunicación representa para la democracia serias dificultades, que finalmente se insertan en una de sus grandes asignaturas pendientes: cómo controlar los poderes privados sin mermar el sistema de libertades. Pero, antes de analizar este enmarañado acertijo es necesario preguntarnos: ¿Cuáles son los peligros de la acumulación de los medios? ¿Están justificados los gritos de alarma ante el acelerado proceso de concentración de éstos? ¿Qué ventajas ofrece realmente el pluralismo mediático?

Para resolver estas interrogantes es necesario entender que en una sociedad democrática nadie debe ser amo de la verdad ni de la voz; deben existir el mayor número de voces posibles. No porque éstas necesariamente aporten ideas brillantes, tampoco porque entre más voces se escuchen más fácil se llegue a la verdad, sino para evitar la fusión entre verdad y poder. La multiplicidad de voces propicia que la información salga del rincón oscuro y sea conocida por todos. La diversidad de intereses, teniendo cada uno su propia voz, impide que una logre escucharse siempre por encima del resto, aunque ésta fuese la voz de la razón. La democracia es una polifonía de ideas, intereses y visiones del mundo.

Las voces estridentes y nasales, sin duda, serán repugnantes y otras más irritarán por las sandeces que digan. Por salud mental sería mejor permitir que se escuchasen sólo las voces melodiosas e inteligentes, mas la democracia no es el camino a la curación ni a la perfección. La estampa de una sinfonía que dirigida por un director de orquesta elimina el caos e impone orden y armonía en las voces, es totalmente antidemocrática. En una sociedad libre nadie debe tener de manera absoluta el poder sobre la vida y muerte de las voces. Decidir qué voz se escucha y cual enmudece. Éste es, precisamente, el peligro que representa la enorme concentración de propiedad de los medios de comunicación: que éstos se conviertan en un especie de director de orquesta mediático, cuyo poder le permita determinar quién habla, por cuánto tiempo, sobre qué tema y en qué tono. El poder de apropiarse de la voz y la verdad; el poder sobre la vida y muerte de las voces en una democracia. Ninguna figura que concentra tanto poder como el director de orquesta debe personificarse en alguna institución democrática.

Aquí se dibuja el atractivo de un escenario mediático plural: lograr una real dispersión de las voces en una democracia; una fragmentación de los medios que atempere su intrínseco y complejo poder. En efecto, la relevancia del pluralismo de voces no reside en que las aportaciones de éstas a la arena pública sean necesariamente más cultas, inteligentes o versadas. Se trata de una solución que no se plantea como objetivo prioritario la construcción de un contenido mediático cultural. Más bien, la contribución del pluralismo, moderada si se quiere, reside en que la mera presencia de una multiplicidad de micrófonos coadyuva a equilibrar la distribución de poder en el escenario de los medios de comunicación. Algo que Alexis de Tocqueville entendió muy bien: «el único medio de neutralizar los efectos de los periódicos es el de multiplicar su número.

El problema de la concentración mediática apunta directamente a lo que algunos autores han considerado el dilema de las democracias pluralistas: la tensión entre autonomía y control. El pluralismo, efectivamente, es un ingrediente indispensable en los regímenes democráticos, no sólo para lograr un efectivo contrapeso del poder estatal sino también como una adecuada vía para enriquecer los resultados políticos, sociales y económicos. Ubicados en el terreno de la sociedad civil, la idea es que las agrupaciones ajenas a la estructura estatal y que constantemente presionan para asegurar sus intereses, formen un escenario propicio para situar en el debate y la discusión de la arena pública los temas más relevantes de la sociedad. Lográndose, mediante tal participación heterogénea de perspectivas y preferencias, que el poder estatal se limite a un ámbito determinado, que los procedimientos democráticos se nutran en cada resolución de conflictos y, además, que el poder de estas organizaciones se contenga a través de una dinámica de mutuo control con el mínimo de coacción posible.

Los problemas surgen cuando la libertad de algunos de estos grupos privados se desborda y afecta a otros núcleos de la sociedad civil o, inclusive, al Estado mismo. Libertad es poder. Y la tensión entre autonomía y control se suscita, entonces, porque la libertad de las organizaciones privadas, lejos de ser absoluta, es el resultado de una relajación en las correas de control estatal. Sindicatos y empresas, por ejemplo, adoptan en todo momento relevantes decisiones que no son completamente controladas por la estructura estatal. Nadie negará, sin embargo, que las acciones de estas agrupaciones en ocasiones son (o pueden ser) dañinas económica, social o políticamente. Esto significa que la autonomía de las organizaciones económicas es un valor deseable en las sociedades democráticas y, al mismo tiempo, paradójicamente, representa un peligro.

Frecuentemente los intentos de solucionar este complejo problema han resbalado en una simplista cantaleta: propiedad privada o propiedad estatal. Una discusión que se ha columpiado entre un implacable intervencionismo estatal y una inquebrantable seguridad en las leyes del mercado. Ambas posiciones consideran que definir la propiedad en uno u otro sentido es condición necesaria y suficiente para lograr un control de las organizaciones y los grupos sociales. Mientras unos depositan una ingenua confianza en la estructura estatal; los otros hacen lo mismo respecto los propietarios privados. El resultado es un rígido maniqueísmo: la libertad sólo es posible cuando el Estado cede totalmente el paso a una libre dinámica de la propiedad privada de los medios, o los monopolios mediáticos suprimirán la libertad a menos que el Estado los absorba completamente.

Inflexibles y autoritarias, es difícil imaginar que dichas propuestas realmente sean un efectivo control, pues detrás de ellas en vez de un intento de analizar las características del poder de los medios y ofrecer un dique institucional a éste, existe un irreflexivo credo por las bondades de cada una de estas formas de propiedad. Así, más que en el tipo de propiedad, el diseño institucional de un sistema democrático debe fundarse en las diversas formas de control posibles: cuánta autonomía será permitida a los grupos privados, en qué tipos de decisiones y cuáles serán los controles internos y externos para dicho propósito. En otras palabras: el grado de pluralismo de una sociedad no depende de si sus empresas son privadas o pertenecen al Estado. El núcleo del problema está en qué decisiones están descentralizadas y cuánta autonomía es permitida a las organizaciones. Esto no significa, y es importante subrayarlo, que en el diseño de las correas de control que exige un poder tan complicado como el de los medios, no se involucren actores estatales y de la sociedad civil. La clave del diseño reside, más bien, en las relaciones institucionales entre estos dos espacios de la sociedad democrática: cómo tejer arreglos institucionales para lograr un control de los medios de comunicación sin que se desborde el poder público ni privado”.

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