Por Hernán Andrés Kruse.-

“Esto nos ubica en la compleja relación entre libertad y Estado. Contrario a la idea común, no se trata de dos elementos disímiles y excluyentes. Más bien, mantienen una estrecha relación, donde la libertad sólo es posible gracias al Estado. Éste es el encargado de crear las libertades constitucionales, darles una forma institucional y convertirlas en realidad. En condiciones de una estructura estatal débil (o prácticamente inexistente) los derechos podrán ser imaginados, pero difícilmente transformados en una experiencia cotidiana. La libertad, entonces, no puede ser resguardada con una mera limitación a la interferencia del gobierno. Los derechos para hacerse efectivos necesitan algo más que sólo evitar la presencia del poder estatal. Es imprescindible una responsabilidad positiva de éste. La intrusión del Estado para la salvaguarda de cada derecho.

El Estado liberal, por tanto, tiene la obligación de proveer el tentáculo institucional (positivo y libertario) que permita a los ciudadanos resguardarse de las mismas posibles arbitrariedades estatales. Y algo de igual relevancia: la obligación de proteger a los ciudadanos de posibles abusos del poder privado. Dominaciones de otros ciudadanos sostenidas por las mismas libertades constitucionales. No está de más subrayarlo: los derechos constitucionales son en realidad poderes legales que pueden ser ejercidos sobre los demás. Y por ello es necesario que éstos se sujeten a ciertas restricciones para evitar que se desborde su poder. Sólo un enérgico y bien estructurado Estado es capaz de defender al débil del fuerte; evitar que una persona esclavice a otra.

Así, aunque en ocasiones se olvide, lo interesante del pensamiento liberal en este rubro es su preocupación por los abusos de la concentración de poder, sea este público o privado. Y a pesar de que el liberalismo, en principio, mantiene una fuerte posición a favor de la protección de la propiedad privada, esto no significa que no desconfíe de ciertas formas de propiedad que se traducen fácilmente en influencia política o autoridad. La tradición constitucionalista-liberal entiende, pues, que el poder privado (o civil) debe ser limitado cuando existan intereses y propósitos públicos de por medio. La competencia y el pluralismo no regulado es una quimera; ambos necesitan para ser efectivos de un sistema legal que los promueva. Y, por ello, el planteamiento de una libertad de los medios irrestricta se reduce a un poder sin control, el poder arbitrario de una minoría es capaz de actuar sin sujetarse a ninguna regla ni regulación. Así, la libertad estructurada a partir de los derechos constitucionales debe tener límites para que realmente opere como un derecho. Lo cual no se traduce necesariamente en un intervencionismo estatal autoritario. La clave está en que el Estado nunca se confunda con la propiedad, la religión, la familia, la conciencia… ni con ninguna otra libertad que regule y limite.

Cualquier intento, por tanto, de regular la propiedad de los medios de comunicación, que sea compatible con los principios constitucionales de la libertad de expresión y el derecho a la información, refleja claramente la preocupación liberal por un mal uso político de la acumulación del poder privado. Irónicamente, la libertad de prensa para su existencia exige límites al poder estatal, pero también necesita de la intervención de éste para establecer y resguardar los límites de las libertades de donde se sostienen las corporaciones mediáticas: libertad de prensa, propiedad, asociación, información. La tarea no es sencilla. Exige de una precisión quirúrgica capaz de diseñar estructuras regulativas que coadyuven al pluralismo de medios, sin que se vea afectada la libertad de éstos. Construir una relación entre control y autonomía que concilie la deseable libertad de los medios de comunicación con los imprescindibles límites democráticos.

Ahora bien, si es cierto que la solución a la concentración mediática reside en buena medida en lograr un equilibrio entre control y libertad, entonces, resulta indispensable delinear algunos aspectos conceptuales de las libertades fundamentales que gravitan alrededor de este problema. Esbozar la relación que debe existir en un escenario democrático entre la libertad de propiedad, el derecho a la información y la libertad de expresión. Aquí se encuentran los elementos necesarios para empezar a aclarar las particularidades del problema.

En términos generales, la libertad de expresión se entiende como la posibilidad del individuo de gozar de la ausencia de impedimentos y cualquier forma de obstrucción por parte de la estructura estatal para difundir información. Es más: esta libertad se concibe como la inmunidad ante cualquier forma de prohibición, censura y discriminación para poder divulgar —con sus respectivas limitaciones con relación al derecho al honor, a la dignidad y a la intimidad— cualquier forma de expresión intelectual, artística, política, religiosa, cultural, etc. El derecho a la información, por su parte, primordialmente de carácter social e institucional, se ha leído como la facultad de recibir información en un escenario democrático y plural. El derecho a estar informado de los sucesos públicos con la mayor objetividad, imparcialidad y neutralidad posible. La garantía de uno consiste en la prohibición de prohibir o, si se quiere, de limitar la información. La garantía del otro se ubica en la obligación de informar correctamente y, sobre todo, de guardar una sólida independencia económica y política por parte de aquellos que expresan y producen información y opiniones.

La diferencia principal, por tanto, entre estas dos libertades reside en la posición del beneficiario del derecho. Por una parte, el titular de la libertad de expresión se define por su elemento activo al ser él el productor de la información, y donde tal ejercicio de divulgación es lo que precisamente se debe proteger. Por el contrario, en el derecho a la información el titular desempeña un papel pasivo. Es un receptor de los hechos dotados de trascendencia pública y que son necesarios para la participación ciudadana en la vida colectiva de la democracia. Y su protección consiste en la construcción del escenario mediático más propicio para que la sociedad —en el entendido de que los receptores potenciales pueden ser todos y cada uno los miembros de ésta— puedan formarse libremente sus opiniones respecto de la cosa pública, así como conocer los hechos de interés general. Es decir, su protección reside en la edificación de un escenario mediático que propicie las mejores condiciones para que la sociedad reciba información veraz y lo menos manipulada posible en relación con los aspectos más importantes de su comunidad y entorno.

Un aspecto medular: ninguna de estas dos libertades, no importando si se adoptan otros matices conceptuales, mantiene alguna relación con la libertad de propiedad. No existe, en principio, elemento alguno que permita establecer una relación entre tales libertades, ya no digamos, una confusión conceptual entre la libertad de expresión, el derecho a la información y la propiedad privada de los medios de comunicación. Por ello, en el momento que se deja de distinguir nítidamente la esfera de estos derechos, para permitir una fusión entre ellos, estamos ante un conflicto de derechos justamente porque la propiedad absorbe inevitablemente tanto a la libertad de expresión como al derecho a la información para reducirlas a la libertad de los propietarios o, en el caso de un monopolio, a la libertad del propietario.

En efecto, existen principalmente dos formas para que estos dos derechos, el derecho a la información y la libertad de expresión, sean vulnerados: sea mediante la censura, la represión y la prohibición de cualquier manifestación de ideas y opiniones; método propio de los regímenes autoritarios o a través de la apropiación de los medios de comunicación; método característico de las concentraciones mediáticas. Es cierto, con las concentraciones mediáticas la libertad de propiedad se erige en un poder desbordado, ilimitado, que logra imponerse y suplantar a la libertad de expresión y al derecho a la información, para finalmente nulificar a ambas libertades. Las características mismas de la libertad de propiedad propician que ésta se derrame y ahogue las libertades que se ubican a su alrededor. Esta es la razón de que la mera presencia y fortalecimiento de los conglomerados mediáticos vaya en contra de la garantía del derecho a la información. Es decir, un escenario mediático plural, donde la información y las opiniones sean lo menos manipuladas posible, se quiebren los vínculos entre los representantes políticos y los centros económico-mediáticos y se eviten, por tanto, las componendas e intercambios entre apoyos y prestaciones privadas (ocultar y maquillar determinada información, acentuar positivamente ciertos aspectos de los hechos públicos, campañas de propaganda a favor de un grupo político en particular) a cambio de prestaciones públicas (establecer esquemas regulatorios más laxos, ampliar los márgenes antitrust, etc.).

El poder empresarial mediático, por tanto, no sólo debe someterse a los vínculos y límites jurídicos tendientes a garantizar la libertad de expresión y el derecho a la información, también debe aplicársele la lección de Montesquieu: la separación de poderes. Los medios de comunicación deben convertirse en un poder constituido principalmente a partir de la libertad de expresión y el derecho a la información, y no a partir de la libertad de propiedad. Deben guardar una férrea independencia frente a los poderes políticos y económicos. Dice Luigi Ferrajoli: “La principal garantía de esa libertad [a la información] radica en su separación e independencia de la propiedad; son tan esenciales para la información como, para el poder judicial, su independencia y separación del poder ejecutivo. Si es cierto que el derecho a la información es devorado por su confusión con la propiedad, entonces, la solución radica en separar estos dos derechos invirtiendo su relación actual: sometiendo el poder empresarial de los grupos periodísticos y televisivos, públicos y privados, a los límites y vínculos que derivan de la independencia de la libertad de prensa y de información”.

No obstante, como otros derechos sociales, el derecho a la información suele ser impreciso, pues aunque establezca un fin, no están constitucionalmente determinadas las acciones adecuadas para conseguir dicho objetivo, ni por tanto el grado de satisfacción que deba lograrse para considerar que el derecho en cuestión está siendo acatado, aplicado o protegido en toda su extensión. Esta situación nos sitúa en la siguiente complejidad: en base a qué contenido se pueden definir e identificar las obligaciones del Estado respecto el derecho a la información. De ahí la necesidad de aclarar la dimensión del derecho a la información en el entramado constitucional ante la concentración mediática.

Si entendemos que la interpretación constitucional no es un conocimiento a priori, que no se reduce a un mero silogismo lógico, y que tampoco se trata de la aplicación de muletillas interpretativas, sino que más bien es un ejercicio argumentativo que conversa con las circunstancias y el enjambre normativo constitucional, entonces, aquí el derecho a la información debe entenderse como el argumento para limitar el ejercicio de la libertad de propiedad en el escenario mediático. El fundamento para entender que la propiedad en el escenario mediático no se debe traducir en un domino absoluto. Esta es otra dimensión no menos importante de los derechos sociales, y del derecho a la información: su fuerza argumentativa en la interpretación constitucional. De esta manera, el derecho a la información se puede ir filtrando en las diversas resoluciones judiciales en las que sea necesaria la ponderación de este derecho junto con el derecho de propiedad. El potencial de los derechos sociales, pues, no se exprime en su totalidad con la dimensión prestacional de éstos.

Pero, ¿cuál es precisamente esta fuerza argumentativa del derecho a la información? Veamos: cuando una propiedad desempeña una función de carácter público, como el de informar a la sociedad, entonces, su actuación se debe circunscribir aún más a los derechos constitucionales de aquellos a quienes va dirigida dicha función. Aquí nos encontramos con la razón por la cual los propietarios de carreteras, puentes y de servicios de recolección de basura, por ejemplo, no pueden operar tales propiedades con la misma libertad que un granjero maneja su establo o el empresario su fábrica. Justamente porque estas propiedades cumplen una función pública o, más aún, porque su existencia se fundamenta en el ejercicio de alguna libertad constitucional, como en el caso de los medios de comunicación, se deben limitar. El fundamento para acotar la propiedad mediática surge, por tanto, en el momento en que los medios llevan a la práctica el derecho de toda la sociedad a informarse. Y, por ello, en este contexto, la guía y parámetro para limitar la propiedad es su misma naturaleza y uso en un escenario mediático encaminado a la pluralidad.

Esto significa que el derecho del propietario para controlar, usar y, sobre todo, expandir su propiedad debe ceder a los arreglos institucionales necesarios para implementar el ejercicio de otras libertades constitucionales, como es el caso del derecho a la información. Cualquier otro planteamiento de la propiedad en relación con los medios de comunicación corre el riesgo de ceder supremacía a la libertad de propiedad frente a otras libertades y derechos fundamentales. Es decir, es indispensable entender que para combatir la concentración mediática la independencia del sistema mediático en una democracia, no se limita a la estructural estatal, se extiende a cualquier otra forma de poder capaz de absorberlo por completo, como es el caso del poder económico; y para lograr ese objetivo, el primer paso es limitar la libertad de propiedad. De esta manera, la limitación del derecho de propiedad en el escenario mediático democrático se justifica al establecer como objetivo una regulación de las relaciones socioeconómicas adecuada para lograr el pluralismo mediático. Hacer efectiva la garantía institucional de aquellos criterios mediáticos como la independencia respecto del gobierno, el pluralismo y la representatividad social. Elementos constitutivos del derecho a la información”.

(*) Saúl López Noriega (Director de Relaciones Nacionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación): “Democracia y medios de comunicación” (Isonomía-México-2007).

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