Por Italo Pallotti.-

Estamos a las puertas de celebrar los 40 años de la “Nueva Democracia”. Cada cual se fue adjudicando la paternidad del anunciado renacer de este sistema, después de las experiencias de los golpes, y sobre todo el último, a la luz de lo conocido y bajo la tutela de una Justicia ambivalente, que dejó huellas irreconciliables (por hoy, al menos) entre los supuestos vencedores y vencidos. Unos juzgados, y los otros, no sólo los dueños de los votos, sino aquellos que, cobijados bajo sesgos ideológicos y otras protecciones, escaparon a la acción judicial. Que una vez más, con la influencia de los gobiernos de turno y con el poder de instituciones de DDHH, con su variopinta estructura, han sido y siguen siendo protectoras de las conductas más aberrantes, sin el merecido castigo. Un día (o nunca, vaya uno a saber) la verdad y la justicia será una sola y dará su veredicto. Aquí cabe una reflexión y creo es justo decirlo. De no haber padecido este país la seguidilla de gobiernos militares, frustrantes de los procesos democráticos, una y otra vez, es muy posible que con más de 90 años en la sucesión de elecciones libres, por las que cada uno con su franco pensamiento y no con el arreamiento del populismo y las influencias demagógicas (nuestro cáncer a punto de hacer metástasis en el cuerpo social y cívico de grandes sectores) pudiera elegir a sus gobernantes, nuestro destino como nación pudo ser, seguramente, muy distinto. Sumado a esto la actitud y aptitud de los elegidos, en una lista en la que prevalecieron no siempre los más capaces, honestos y serviciales del sentir ciudadano nos puso en la vidriera, no sólo de los propios, sino también de los extraños, con una categoría de impresentables y corruptos que han teñido, y lo siguen haciendo, de un oscuro panorama hacia el futuro del país. Son irrefutables las consecuencias que los pésimos gobiernos de esta “nueva Democracia”, con detalles controvertidos y nuevas grietas que cada día van sumiendo al pueblo en una sin razón que apena y conmueve.

En las vísperas de una nueva elección, todo se confabula para que las esperanzas del sentido común y el de pertenencia y Patria se obnubile por el interés y el egoísmo de cada uno. Cada cual buscando salvarse. ¿Cómo es posible encontrarse otra vez en la alternativa de elegir entre los dos supuestos menos peores? Así ocurrirá por decisión popular, mal que nos pese. Una campaña que avergüenza y entristece. Pocas veces vistas con la virulencia, agresión y pésimo gusto. Candidatos que, encerrados en los artilugios de “su verdad revelada”, intentan oprimir la “suprema” verdad del rival. La discusión inútil es el resultado de un debate. Nunca la propuesta de un proyecto serio. La educación, en profunda crisis; el trabajo, con desocupación que espanta; la salud, con precariedad notoria; la seguridad, con su secuela horrenda de muertes; el narcotráfico, en un festín cruel y desgarrante; y la economía, en un derrumbe que parece no tener piso, no están, con profundidad, en el muestrario de los candidatos “expertos” en promesas. Nada se insinúa de verdad, al parecer, con la conciencia puesta en mejorar, algo al menos, en serio. Del modo y forma que trasmiten queda la sensación de que nada será distinto; todo lo contrario. Un salvajismo verbal inaudito, en el que todos se prenden. Unidos en un patetismo que los devalúa, casi sin retorno a la sensatez. Un conventillo absurdo, insultante y decadente. Todo se hace carne en la incredulidad que lacera el alma y repulsa hasta las entrañas. En una sensación que hace flaquear la esperanza del que tiene que decidir por quién arriesgar su voto (sí, como se lee). Para que una nueva frustración no le haga sentir, otra vez, que fue engañado; y peor aún, estafado en su civismo.

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