Por Pascual Albanese.-

Si Perón no hubiera sido el fundador del movimiento popular más importante de América Latina, si no hubiese sido elegido tres veces presidente constitucional, si no hubiera sido la personalidad política más relevante del siglo XX, en fin, si Perón no hubiera sido todo aquello por lo que es recordado, seguramente sería reconocido como el pensador político más importante del siglo XX, así como fue en el siglo XIX Juan Bautista Alberdi. Con una diferencia: Alberdi fue un brillante intelectual que necesitó un ejecutor de sus ideas: Julio Argentino Roca. Perón, en cambio, fue también un líder y un estadista. Esto es fue su propio Roca. Su obra fue tan importante que obscureció el valor de su pensamiento, inclusive para los peronistas.

Por eso Perón estallaría en carcajadas si escuchase a un dirigente peronista postular la reproducción de sus programas de gobierno como una vía de solución para los problemas de la Argentina de hoy. En su libro “Conducción Política”, subrayaba: “La doctrina no es una regla fija para nadie. Es, en cambio, una gran orientación, con principios que se cumplen siempre de distinta manera”.

En la inauguración en un curso de adoctrinamiento en 1974 puntualizó: “No pensamos que las doctrinas sean permanentes. Lo único permanente es la evolución”. Para Perón la “actualización doctrinaria” es un ejercicio constante de adecuación de la idea a la realidad. En su concepción, la ortodoxia y la heterodoxia no son opuestas sino complementarias. Perón fue el primer heterodoxo del peronismo.

Alain Rouquier, un historiador francés que conoce bastante bien la Argentina, publicó en 2019 un libro titulado el “El siglo de Perón”. Lo más valioso de su contenido es que el siglo al que se refiere el autor no es el siglo XX, cuando Perón vivió y murió, sino la época que vivimos. Para Rouquier, Perón encarnó “un fenómeno político que no pertenece sólo al pasado ni es exclusivo de América del Sur”. Y pregunta: “¿Acaso no está el peronismo en proceso de designar un tipo de régimen, una categoría política?”. Si el interrogante no remite al peronismo como movimiento político sino al pensamiento de Perón y sus categorías fundamentales, la respuesta es categóricamente afirmativa.

Sobran ejemplos para avalar esta afirmación, pero alcanzan tres. El 14 de marzo de 2013, al día siguiente de la elección de Francisco como Papa, la tapa de “Clarín” tenía un título que rezaba: “Milagro argentino: Jorge Bergoglio, un peronista en el trono de San Pedro”. Meses después, el 11 de diciembre de 2013, Nina Krushcheva, una politóloga ruso- estadounidense decana de The New School de Nueva York, escribió un artículo titulado “Putin el peronista”. En febrero de 2017, al cumplirse un mes de la presidencia de Donald Trump, la portada de la revista “The Economist” tenía un título gigante que decía: “Un peronista en el Potomac”. En otros términos, la figura de Perón hoy suele ser emparentada con las personalidades mundiales más relevantes del siglo XXI.

De todos modos, aquella pregunta de Rouquier ayuda a entender que para hacer honor al legado de Perón no se trata de recitar mecánicamente párrafos de sus libros y discursos, sino de emplear sus propias categorías de análisis de la realidad para repensar su mensaje en función de la nueva situación mundial.

Porque Perón ya es un pensador clásico y, como sucede con todos los clásicos, también es un contemporáneo. En 1932 José Ortega y Gasset expresaba que “hay una sola manera de “salvar” a un clásico, usando de él sin miramientos para nuestra propia salvación, es decir prescindiendo de su clasicismo, trayéndolo hacia nosotros, contemporizándolo, inyectándole pulso nuevo con sangre de nuestras venas, cuyos ingredientes son nuestras pasiones y nuestros problemas”.

Perón siempre supo anticiparse a los acontecimientos. En la actualidad, en el mundo entero el pensamiento político suele correr detrás de los hechos. Todas las fuerzas políticas protagonizan intensos debates para redefinir su identidad. El peronismo no escapa a este desafío. Para abordarlo tendrá que atreverse a abandonar los lugares comunes de lo “políticamente correcto” y colocar entre paréntesis y en revisión a todas las verdades consagradas. El “retroperonismo” es el mayor peligro que enfrenta el peronismo de hoy.

En esa tarea, lo primero es emplear el método de pensamiento estratégico de Perón. Esto no significa indagar acerca de “qué” pensaba Perón sino “cómo” pensaba Perón, cuál era su forma de interpretar la realidad. Ese pensamiento estratégico de Perón reconoce tres categorías fundamentales: la evolución histórica, la conducción política y la justicia social.

Para Perón la evolución histórica es la tendencia del hombre a integrarse en unidades geográficas y sociales cada vez mayores. En 1973 decía: “Desde que el hombre comenzó a tener sentido como habitante de la Tierra, todas las evoluciones se han hecho hacia integraciones mayores: la primera fue la familia, a continuación vino el clan, la unión de varias familias, después vino la tribu, reunión mayor, más tarde, la ciudad; después el Estado feudal; luego vino la nacionalidad, las naciones; ahora viene el continentalismo y es muy probable que siguiendo esa escala de evoluciones lleguemos al universalismo, es decir a la integración de todos los habitantes de la Tierra”.

La conducción política es el arte de “fabricar una montura propia para cabalgar la evolución, sin caernos” y la justicia social es concebida un valor permanente y guía para la acción política. En este punto está centrada la vinculación entre Perón y la doctrina social de la Iglesia, una identificación que reivindicó a lo largo de toda su vida pública. En diciembre de 1945, al comenzar su campaña electoral para la primera presidencia, afirmóó: “nuestra doctrina justicialista estuvo emparentada con esa doctrina social emanada de las encíclicas papales””. Y en el “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, dos meses antes de su muerte, subraya que “existe una cabal coincidencia entre nuestra concepción del hombre y del mundo, nuestra interpretación de la justicia social y los principios esenciales de la Iglesia”.

En la visión de Perón podría encuadrarse al peronismo como un movimiento popular orientado a encarnar los principios y valores de la doctrina social de la Iglesia en cada etapa de la evolución histórica de la Argentina. El padre Carlos Mugica decía que “el peronismo es la doctrina social de la Iglesia encarnada en nuestro pueblo”.

A la inversa, en un camino de ida y vuelta, un gran pensador católico italiano, Rocco Butiglione, en un libro reciente titulado “Caminos para una Teología del Pueblo y de la Cultura”, sitúa con extraordinaria precisión la influencia de la experiencia histórica del peronismo en el surgimiento, en y desde la Argentina, de la teología del pueblo en la que abrevó Francisco y que constituye el sello de su pontificado.

Si para Perón lo fundamental de la política es “fabricar la montura propia para cabalgar la evolución”, la cuestión esencial reside entonces, siempre y en todo momento, en descubrir las claves que permitan interpretar lo que sucede en cada instancia de la evolución histórica. Mucho más cuando asistimos hoy a la emergencia de una verdadera sociedad mundial que se impone como el signo distintivo del siglo XXI y es la concreción de un largo devenir que a comienzos de la década del 70 Perón anticipó como la llegada de la fase histórica del “universalismo”.

Esa intuición estratégica de Perón se manifestó en 1972, en su “Mensaje a los pueblos y gobiernos del mundo”, en coincidencia con la celebración de la primera cumbre mundial sobre medio ambiente, realizada en Estocolmo, 53 años antes de la firma del Acuerdo de Paris. Fue el primer dirigente político en América Latina, y uno de los primeros en el mundo, en anticiparse al desafío planetario que plantea el cambio climático.

En aquella oportunidad señaló: “Ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la Humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología y la necesidad de invertir de inmediato la dirección de esa marcha, a través de una acción mancomunada internacional”.

Perón relata que le preguntó a un científico sueco que había participado de esa reunión mundial en Estocolmo qué era lo que más le había impresionado del encuentro y que la respuesta había sido: ”lo que más me impresionó fue que no se habló de países, se habló de la Tierra”. Y fue precisamente a partir de la cuestión ecológica, esto es de aquello que cincuenta años después Francisco, en su encíclica “Fratelli Tutti”, definió como ”El cuidado de la casa común”, o sea mucho antes de la aparición de la globalización económica, que Perón se acercó al fenómeno del universalismo.

En 1973 predecía: “Esta evolución, que nosotros estamos presenciando, va a desembocar, quizás antes que comience el siglo XXI, en una organización universalista que reemplace al continentalismo actual y en esa organización universalista se llegará a establecer un sistema en que cada país tendrá sus obligaciones, vigilado por los demás, y obligado a cumplirlas aunque no lo quiera, porque es la única manera de que la humanidad puede salvar su destino amenazado por la superpoblación y la destrucción ecológica del mundo”.

GLOBALIZACIÓN E IDENTIDAD NACIONAL

El vector de la nueva situación mundial es la profundización de la revolución tecnológica experimentada en las últimas décadas, que tiene su expresión más acabada en la economía estadounidense, motor de esta naciente sociedad del conocimiento. Alexis de Tocqueville, en su libro “La democracia en América”, publicado en 1835, en vísperas de la Segunda Revolución Industrial, afirmaba: “no es que Estados Unidos sean el futuro del mundo. Lo que sucede es que Estados Unidos es el lugar del mundo donde el futuro llega primero”.

La característica central de la época es la contradicción entre esas sociedades que viven a la velocidad del despliegue tecnológico y la subsistencia de las estructuras económicas, políticas y sociales previas a esta transformación, que resultan cada vez más impotentes para guiar el rumbo de los acontecimientos. Esto explica la crisis de representación, expresada en la irrupción de las más diversas expresiones de disconformidad colectiva.

Este fenómeno tecnológico no está necesariamente asociado a una visión reduccionista y homogeneizadora, típica de las concepciones ideológicas que tienden a dar por supuesta la eliminación de las identidades y las diferencias. Esta nueva sociedad mundial nada tiene que ver con la imagen acartonada de un mundo plano, carente de pliegues, rugosidades y conflictos. Como afirma Francisco, su imagen no se asemeja a una esfera sino a un poliedro.

Las nuevas tecnologías impulsan una afirmación de lo diferente. Su avance desata fuerzas horizontalizadoras en todas las sociedades, genera condiciones propicias para la descentralización, abre posibilidades para la profundización de las identidades nacionales, religiosas, culturales, étnicas, lingüísticas y sociales y alienta la potenciación de un amplio abanico de diversidades.

En 1974, en su “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”, Perón decía que “el universalismo constituye un horizonte que ya se vislumbra y no hay contradicción alguna en afirmar que la posibilidad de sumarnos a esta etapa naciente descansa en la exigencia de ser más argentinos que nunca”. Su visión está tan alejada de los viejos nacionalismos aislacionistas como del globalismo cosmopolita.

En el nuevo sistema de poder mundial, a la vez integrado y bicéfalo, Estados Unidos, la superpotencia decisiva en el orden global, y China, la superpotencia en ascenso, compiten por la supremacía. Pero el dato estratégico central es que, más allá de la disputa por el liderazgo, existe un acuerdo implícito, basado en la amplísima gama de intereses comunes surgidos de la interdependencia económica entre ambos competidores. Una de las peores catástrofes que le podría ocurrir a Estados Unidos sería una debacle de la economía china y, a la inversa, una de las peores hipótesis para China sería un colapso de la economía estadounidense.

Si en la guerra fría la bomba atómica instauró el principio de la destrucción mutua asegurada, que impidió el estallido de un conflicto bélico entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sostuvo la paz mundial durante más de 40 años, la interdependencia económica implica la validación de ese mismo principio en la relación entre Estados Unidos y China.

Baste resaltar que Elon Musk, el personaje emblemático de esta nueva era tecnológica, comparte su decidido apoyo a Donald Trump con sus asiduos viajes a Beijing, donde mantiene una relación directa con el gobierno chino y asoció a su empresa Tesla, la mayor fabricante mundial de vehículos eléctricos, con Badiou, una de las principales compañías chinas de alta tecnología.

La carrera tecnológica, centrada en el dominio de la inteligencia artificial, no excluye un vasto espacio de cooperación recíproca, reflejado en el volumen del intercambio comercial y los intereses de las empresas estadounidenses en China y las corporaciones chinas en Estados Unidos. Conflicto y cooperación es la fórmula que vincula a las dos superpotencias.

Así como en la guerra fría la inserción internacional de un país podía definirse a partir del tipo de relaciones que mantenía con Estados Unidos y con la Unión Soviética, la participación de cada nación en el sistema global puede medirse hoy en función de sus vínculos con Estados Unidos y con China. Por esa razón pierde sentido práctico la idea de alineamiento automático. Lo relevante es la calidad de la integración de cada país en el sistema mundial.

LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO

El nuevo escenario modifica la naturaleza de la cuestión social y demanda redefinir el significado de la justicia social, que para Perón constituye la brújula permanente de la acción política. Porque las desigualdades en la distribución del ingreso, la calidad del empleo, las posibilidades de incorporación al mundo laboral y hasta la línea divisoria entre la inclusión y la exclusión social estarán cada vez más determinadas por el acceso de los países, las regiones, los grupos sociales y los individuos a las innovaciones derivadas del cambio tecnológico.

En este contexto, la única respuesta posible es la puesta en marcha de una Revolución de la Educación y del Trabajo que promueva la creación de las condiciones propicias para la incorporación de la Argentina como nación, y no sólo de una minoría privilegiada, a esta sociedad del conocimiento.

Esta cruzada educativa de nuevo tipo exige un decidido impulso del Estado y un activo protagonismo de la sociedad. Las organizaciones sindicales tienen un rol fundamental. Por su experiencia y su capacidad organizativa, están en condiciones de erigirse en los principales actores para responder a este desafío de la autoeducación colectiva de la sociedad.

La tarea de impulsar un salto cualitativo en el campo de la formación laboral y profesional, redefinida en términos de educación permanente, adquiere hoy una dimensión social tan trascendente y revolucionaria como la que alcanzó en su momento la legislación laboral que distinguió a la revolución social encarnada por el peronismo entre 1945 y 1955.

La expresión emblemática de la marginalidad social creciente hoy en la Argentina está reflejada en los millones de compatriotas que habitan en villas de emergencia y asentamientos precarios. La primera respuesta a este desafío es una reforma del sistema legal que promueva el otorgamiento del derecho de propiedad de esas viviendas a sus actuales ocupantes.

A tal fin, corresponde profundizar el camino iniciado con la ley aprobada en 2018 por unanimidad del Congreso Nacional, que en una cabal demostración de consenso político sentó las bases de un plan de regularización de los títulos de propiedad de los habitantes de los más de 4.000 villas de emergencia y asentamientos inscriptos en el censo de barrios populares realizado en 2017 por el Estado, los movimientos sociales, Cáritas, los sacerdotes villeros y otras organizaciones no gubernamentales.

Francisco sintetiza ese camino con la consigna de las “tres T”: tierra, techo y trabajo. Pero en esa trilogía el acceso al techo y a la tierra exige la creación de trabajo. En las “Veinte Verdades”, Perón enfatizó que “para el peronismo existe una sola clase de hombres, los que trabajan” y que “cada argentino está obligado a producir por lo menos lo que consume”. Jorge Bolívar, un gran intelectual peronista, decía que el peronismo podría caracterizarse como un “trabajismo”.

LIBERAR LAS FUERZAS PRODUCTIVAS

Pero el replanteo de los caminos para la justicia social en las condiciones de nuestra época requiere enfatizar que no existe ninguna política social exitosa que no esté inscripta en una estrategia de desarrollo económico. No puede separarse la política económica de la política social. Cuando una política económica genera mayor pobreza no existe ninguna política social capaz de compensarla.

Perón solía repetir que “para repartir pedazos más grande de torta es preciso agrandar la torta”. Sostenía que no hay trabajo sin capital, ni trabajadores sin empresas, ni empresas sin inversiones La justicia social es inseparable de la creación de riqueza a través de la liberación de las fuerzas productivas. En una economía globalizada, ese requerimiento implica la necesidad de participar exitosamente en la carrera internacional de la competitividad. Lo que exige un aumento constante de la productividad de la economía.

En ese sentido, la Argentina tiene por delante una oportunidad histórica: la explosión de crecimiento de los países asiáticos, liderados por China y la India, acompañada por el incesante incremento de la capacidad de consumo de sus poblaciones, acarrea un incesante aumento de la demanda de alimentos. El abastecimiento de la “mesa de los asiáticos” es un objetivo central en una estrategia de desarrollo nacional.

Perón tuvo desde un principio esta ventaja comparativa de la Argentina. En septiembre de 1944, en el mensaje pronunciado en el acto de constitución del Consejo Nacional de Posguerra, el organismo encargado de la planificación de su futura acción de gobierno, advirtió: “la técnica moderna presiente la futura escasez de materias primas perecederas y orienta su mirada hacia las producciones de cultivo. En el subsuelo inagotable de las pampas de nuestra patria, se encuentra escondida la verdadera riqueza del porvenir”.

Casi treinta años después, en diciembre de 1973, subrayaba: “Solamente las grandes zonas de reservas tienen todavía en sus manos la posibilidad de sacarle a la tierra la alimentación necesaria para este mundo superpoblado y la materia prima para este mundo superindustrializado. Nosotros constituimos una de esas grandes reservas. Ellos son los ricos del pasado. Si sabemos proceder, nosotros seremos los ricos del futuro”.

La conversión de la Argentina en una potencia alimentaria supone redefinir nuestra geografía económica para avanzar en la ampliación de la frontera agropecuaria y el aprovechamiento intensivo de la totalidad de los recursos naturales, en particular la energía y la minería. Ese rediseño territorial imprime viabilidad a una estrategia orientada hacia una redistribución de la población que demanda el lanzamiento de una nueva epopeya colonizadora equivalente a una Segunda Conquista del Desierto.

LA COMUNIDAD ORGANIZADA EN EL SIGLO XXI

Esa reaparición de la Argentina federal es el punto de partida necesario para la reformulación del sistema institucional en el sentido señalado por Perón, que definía a la comunidad organizada como la “conjunción entre un gobierno centralizado, un Estado descentralizado y un pueblo libre”. Para Perón ese “gobierno centralizado” se articula con un “Estado descentralizado”, signado por una creciente asunción de poderes y responsabilidades por parte de las provincias y los municipios. El principio rector es la profundización de la democracia. Implica colocar siempre lo más cerca posible de la base el poder de decisión sobre los asuntos concernientes a cada sector social y a cada comunidad local.

Pero su aporte original es el protagonismo de las organizaciones libres del pueblo como núcleo de una democracia participativa que amplía el sistema de representación y fortalece su legitimidad. Perón diferenciaba entre “masa” y “pueblo” y lo que a su juicio distingue ambas categorías es, precisamente, la organización. Para Perón, el poder es organización y la organización es poder. Esa preciso distingue cualitativamente al pensamiento de Perón del clásico mote de “populismo” en cualquiera de sus manifestaciones.

En un mensaje enviado a un seminario realizado en 2021 en Londres sobre “Una política arraigada en el pueblo”, Francisco reivindicaba “la política con mayúscula concebida como un servicio que abre nuevos caminos para que el pueblo se organice y se exprese”. Subraya que “es una política no sólo para el pueblo sino con el pueblo, arraigada en las comunidades. En cambio, los populismos más bien siguen la inspiración, consciente o inconsciente, otro lema: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

Mucho antes, en el discurso de clausura del Congreso de Filosofía de Mendoza de 1949, donde esbozó la base de su libro “La Comunidad Organizada”, Perón sostenía que “esa organización, para que sea eficaz y constructiva, debe ser popularmente libre”. Y agregaba que “al sentido de comunidad se llega desde abajo y no desde arriba”.

En su mensaje de apertura de las sesiones legislativas del 1° de mayo de 1954, Perón recalca que “la única posibilidad de conciliar el gobierno con la libertad del pueblo es gobernar con las organizaciones del pueblo”, porque “no se gobierna para el pueblo sino se gobierna con el pueblo”. En ese mismo sentido decía: “Deseo, como si se tratase de un sueño largamente acariciado, que el tan mentado personalismo de Perón sea sustituido cuanto antes por el personalismo del pueblo argentino. Y no veo la hora de que ese personalismo, definitivo y eterno, sostenga con sus propias manos y para siempre las banderas de nuestra nacionalidad”.

Pero el concepto de comunidad organizada no es una noción estática, detenida en el tiempo. Está obligado a evolucionar junto con la sociedad. En esta sociedad cada vez más diversificada y compleja irrumpen nuevos actores cuya presencia es imposible desconocer. Tal el caso, por ejemplo, de los movimientos sociales, concebidos como formas incipientes de organización de los excluidos, y de todas las nuevas y variadas manifestaciones organizativas que expresan la inmensa riqueza y la vitalidad de la sociedad civil.

EL ADENTRO Y EL AFUERA

Hace más de 50 años Perón recalcaba que “la política puramente nacional es una cosa casi de provincias. Lo verdaderamente importante es la política internacional que juega desaprensivamente por adentro y por afuera de los países”. En la nueva sociedad mundial la distinción entre ese “afuera” y el “adentro” tiende a diluirse. La solidez de un sistema político está vinculada con los niveles de integración de cada país en el sistema global. Esa prioridad ineludible exige compatibilizar una férrea afirmación del interés nacional con el ejercicio de un pragmatismo y una cultura de la asociación acorde a la época.

En las actuales circunstancias ese imperativo supone el fortalecimiento de la relación con Estados Unidos, reconociendo su condición de eje del sistema de poder mundial, y con China, la superpotencia ascendente, que constituye una inmensa fuente de oportunidades. Pero en la situación de la Argentina lo fundamental de su inserción en el mundo pasa por su asociación con Brasil, nuestro principal socio comercial y aliado estratégico necesario a nivel regional y global.

El núcleo básico de esta alianza estratégica, cuyo imperiosidad trasciende las diferencias ideológicas entre los gobiernos, es la transformación de América del Sur en la mayor productora de proteínas y abastecedora de alimentos a los centenares de millones de consumidores de la nueva clase media en ascenso del continente asiático, lo que convertiría a la región en un actor de relevancia política en el escenario global.

En su famoso discurso en noviembre de 1953 en la Escuela Superior de Guerra, donde explicitó su propuesta del “ABC”, Perón afirmó: “Ni Argentina, ni Brasil ni Chile aislados pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar su destino de grandeza. Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad, a caballo de los dos grandes océanos de la civilización moderna”.

Pero la solución a los problemas argentinos no tiene que buscarse afuera sino adentro. Existe una crisis de confianza reflejada en un descreimiento colectivo patentizado en la fuga de capitales y la caída de la inversión. Esa desconfianza generalizada explica que los argentinos tengamos ahorrados fuera del sistema financiero, sea en el país o en el exterior, un volumen de divisas de más de 400.000 millones de dólares. La inversión en la actividad productiva de apenas un 10% de esa cifra sería más que suficiente para el despegue de la economía.

EL LEGADO: ORGANIZAR LA ESPERANZA

Raúl Scalabrini Ortiz señalaba que “quizás haya más diferencia entre la Argentina anterior y posterior a Perón que entre la Francia anterior y posterior a la Revolución Francesa”. El peronismo podrá ganar o perder una elección, o varias. Podrá estar en el gobierno o en la oposición. Podrá estar unido o fragmentado. Pero, de un modo u otro, siempre está. En la portada del diario Crítica del 13 de octubre de 1945 había un título que rezaba: “El coronel Perón ha dejado de ser un problema para el país”. Cuatro días después fue el 17 de octubre. La desaparición del peronismo es un fantasma que lo acompaña desde antes de su nacimiento.

Pero en la historia siempre hay una primera vez. Benito Llambí, el último Ministro del Interior de Perón, en su libro de memorias, reproduce una impactante advertencia que le escuchó en una conversación mantenida en la residencia presidencial a principios de 1974: ”El peronismo jamás tiene que perder su carácter revolucionario. Un día yo no estaré, pero si nuestros sucesores políticos corrompieran al Partido y el Movimiento para llevar adelante sus intereses mezquinos contra el pueblo pues sería lógico que el pueblo se revele contra todos ellos, incluso contra nuestros símbolos, porque si nuestros símbolos pierde su carácter popular y revolucionario y pasan a representar algo arcaico o atrasado entonces vendrá otro movimiento de masas populares que, enarbolando o no algunas de nuestras banderas, acabará con el justicialismo y creará algo nuevo. De suceder eso sólo le pido a Dios que lo que venga sea en beneficio del pueblo”.

Una vez más el peronismo está obligado a reinventarse. Necesita recrear su unidad de concepción alrededor de una visión estratégica acorde a los tiempos y una propuesta para el futuro de la Argentina. El núcleo conceptual para la esa formulación es la afirmación de la unidad nacional, que constituye un valor supremo, más allá de la hojarasca y de las pequeñeces, y compromete tanto al oficialismo como a la oposición, así como a todos los actores productivos y a las diversas expresiones de la sociedad civil. Las urgencias de la crisis resaltan la vigencia de aquel apotegma de que “para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino”.

En 1973 Perón subrayaba que “la política, hoy, ya no son dos trincheras en cada una de las cuales está uno armado para pelear con el otro”. Y agregaba: “Vienen épocas de democracias integradas en las que todos luchan por el objetivo común, manteniendo sus individualidades, sus ideas, sus doctrinas y sus ideologías, pero todos trabajando por un fin común. Ya nadie puede tratar de hacer una oposición sistemática y negativa”. Esa apreciación adquiere hoy más vigencia que nunca.

En “Conducción Política” ya había afirmado: “no hay cosa más peligrosa para un político que la intransigencia, porque la política es, en medio de todo, el arte de convivir y en consecuencia, la convivencia no se hace en base a la intransigencia sino de transacciones. En lo que uno debe ser intransigente es su objetivo fundamental y en el fondo de la doctrina que practica. Pero debe ser alta y profundamente transigente en los medios de realizarla, para que todos, por su propio camino, puedan recorrer el camino que les pertenece”.

Y, en un plano superior de sabiduría política, agregaba: “En el gobierno, para que uno pueda hacer lo que quiere, ha de permitir que los demás hagan el otro 50% de lo que ellos quieran. Hay que tener la habilidad para que el 50% que le toque a uno sea lo fundamental. Los que son siempre amigos de hacer su voluntad terminan no haciéndola de manera alguna”.

Perón siempre recalcó que el núcleo de su doctrina está condensado en las “Veinte Verdades” que enunció en 1950 en un discurso en la Plaza de Mayo. El 21 de junio de 1973, un día después de su retorno definitivo a la Argentina, recalcó: “Los peronistas tenemos que retornar a la conducción de nuestro Movimiento, ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo desde abajo o desde arriba. Nosotros somos justicialistas. Levantamos una bandera tan distante de uno como de otro de los imperialismos dominantes. No creo que haya un solo argentino que no sepa loquee ello significa. No hay nuevos rótulos que califiquen a nuestra doctrina. Somos los que las veinte verdades justicialistas dice. No es gritando la vida por Perón como se hace Patria sino manteniendo el credo por el cual luchamos”.

Y la única modificación a su contenido de esas Veinte Verdades la introdujo en 1973, cuando sustituyó el apotegma de que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” por la sentencia de que “para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino”. En esa definición, entroncada con la “cultura del encuentro” que predica Francisco, quedó estampada la idea de que en el pensamiento de Perón tiene carácter dogmático, o sea que es una verdad que no se discute.

Sólo un amplio consenso nacional alrededor de un proyecto compartido, tal como lo expresara Perón en último su mensaje al Congreso Nacional el 1° de mayo de 1974, puede generar las condiciones necesarias para acometer esa tarea. Para definir ese nuevo rumbo es indispensable enterrar al pasado como asunto de discusión política. Porque el renacimiento de la esperanza no reside en una vuelta al pasado, a ningún pasado, por glorioso que pueda haber sido, sino en una fe compartida sobre la construcción de un porvenir común.

Perón nunca se propuso crear una Argentina a la medida del peronismo sino un peronismo al servicio de la Argentina. En su cosmovisión cada etapa de la evolución histórica requiere propuestas e instrumentos distintos. La realidad exige hoy la creación de un nuevo bloque histórico, a través de una construcción de poder ampliamente inclusiva, orientada a forjar una constelación de fuerzas políticas y sociales basada en una alianza estratégica entre los sectores populares, tradicionalmente representados por el peronismo, y los sectores productivos tecnológicamente más avanzados e internacionalmente más competitivos de la economía.

La prioridad absoluta es recuperar la confianza, requisito previo e ineludible para recrear la esperanza. Pero ni la confianza ni menos aún la esperanza de los pueblos surgen de un acto de fe individual. Constituyen un sentimiento colectivo. Por lo tanto, la esperanza también se organiza. Perón nos diría que tenemos que organizar la esperanza de los argentinos.

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