Por Hernán Andrés Kruse.-

1820 no comenzó de manera pacífica. El 8 de enero tuvo lugar la sublevación del ejército del norte en la Posta de Arequito que implicó un factor relevante del proceso de liquidación del poder central. En ese escenario de guerra fratricida cobró relevancia la figura del general Juan Bautista Bustos, quien, además de considerar fundamental la necesidad de rescatar al ejército de la guerra civil, tenía la intención, a diferencia de otros hombres de armas, de mantener, tras la sublevación del ejército, el control del mismo, desconocer la autoridad nacional (léase: de Buenos Aires), y retornar a Córdoba (su provincia natal) para hacer de ella un nuevo centro de poder, independiente tanto de Buenos Aires como del Litoral.

El ambicioso plan de Bustos lograría modificar de cuajo el escenario político argentino. El militar cordobés pasaría a ser el emblema de la presencia activa de las provincias del interior del país, de entidades con peso político propio capaces de desafiar el centralismo de Buenos Aires. Una vez instalado en Córdoba, Bustos, con el apoyo del antiartiguismo y del ejército, se hizo elegir gobernador para luego proceder a invitar al resto de las provincias a un Congreso, ofreció ayuda a San Martín y a Güemes, y tejió sólidos vínculos con López (el hombre fuerte de Santa Fe), quien lo consideraba un elemento necesario para contrarrestar la influencia del caudillo de Entre Ríos Ramírez.

Inmediatamente después de producida la sublevación de Arequito, se produjo la sublevación de un batallón del ejército de Los Andes acantonado en San Juan. A raíz de ello San Juan se declaró independiente dentro de la nación y reasumió su soberanía hasta que tuviera lugar un congreso general. Al poco tiempo Mendoza y San Luis siguieron el ejemplo sanjuanino al decidir la creación de ejércitos provinciales y la conversión de sus cabildos en legislaturas. Finalmente, las tres provincias-San Juan, Mendoza y San Luis-formaron una liga de provincias cuyanas con el firme propósito de apoyar la convocatoria a un congreso efectuada por el gobernador Bustos.

Con el ascenso de Bustos al poder en Córdoba, tanto López como Ramírez decidieron operar militarmente sobre Buenos Aires. Cuando el general Rondeau decidió enfrentar semejante amenaza, en la capital el poder había quedado en los hechos en manos del Cabildo que, al decir de Bartolomé Mitre, era dueño de la opinión pública y de las armas de la ciudad, lo que en la práctica significaba que poseía su propia base de poder. A fines de enero de 1820 el Congreso nombró a Juan Pedro Aguirre director sustituto. Horas más tarde López y Ramírez hacían añicos al ejército directorial en Cepeda. Sin embargo, Buenos Aires se negó a rendirse. En un santiamén se constituyeron dos ejércitos de 3000 hombres cada uno, uno en la ciudad y otro en la campaña, para hacer frente a López y a Ramírez.

Ambos líderes eran conscientes del poderío bélico del enemigo pero también de su máxima flaqueza: el grado de descomposición política de la ciudad. A comienzos de febrero se dirigieron al verdadero centro de poder de la ciudad, el Cabildo, “invitándole” a elegir entre la paz o la guerra. El 10 de febrero el general Soler, a cargo del ejército de la capital en la campaña y molesto con los directoriales, informó al Cabildo la imperiosa necesidad de disolver el Congreso y deponer a los miembros del Directorio. Agobiado por la situación y temeroso de que Soler instaurara una dictadura militar, el Cabildo intimó al Congreso y al Director Rondeau su cese en aras de una sana convivencia. La presión dio sus frutos. El gobierno nacional se había esfumado.

Consumada la disolución del gobierno nacional el Cabildo asumió el papel de gobernador, proclamó la disolución del poder central y renunció a su carácter de capital de las Provincias Unidas. El 16 tuvo lugar la creación de la Junta de Representantes que arrebató al Cabildo el poder político. Su primera decisión fue nombrar a Manuel de Sarratea gobernador provisorio, cuya cintura política fue avalada por los representantes. El 23 se firmó el Tratado del Pilar que garantizó la paz. Lamentablemente, la opinión pública de la capital recibió el Tratado como una rendición incondicional, como una afrenta inaceptable. La libre navegación de los ríos consagrada por el Tratado atentaba contra los intereses porteños, lo que explica la advertencia del general Soler a los caudillos federales acerca de la negativa de la ciudad a aceptar la destrucción de su monopolio.

El 6 de abril una pueblada depuso a Sarratea nombrando en su lugar a Juan Ramón Balcarce. La reacción de Ramírez fue la esperada: presionó para restituir en el cargo a Sarratea. Sin embargo, al poco tiempo Sarratea fracasó en su lucha contra la Junta de Representantes. El 1 de mayo se produjo su caída. El 20 de junio el gobierno fue ocupado, simultáneamente, por Ramos Mejía, Soler y el Cabildo. Nadie detentaba el poder (fuente: Carlos Floria y César García Belsunce: “Historia de los argentinos”, Ed. Larousse, Buenos Aires, 2001).

Pues bien, ese 20 de junio falleció Manuel Belgrano. Lo narrado precedentemente justifica con creces sus últimas palabras: “ay, Patria mía”. Hoy, a 204 años de ese hecho, conviene recordar de quién estamos hablando. Buceando en Google me encontré con un ensayo de Luis Alberto Romero titulado “Manuel Belgrano: el hombre y el prócer” (Revista Bolsa de Comercio de Rosario). Escribió el reconocido historiador:

DE ESPAÑA AL PLATA

“En un recordado dictum Ortega y Gasset sostuvo “Yo soy yo y mis circunstancias”. ¿Cuáles fueron las circunstancias de Belgrano? La primera fue su familia. Tulio Halperin Donghi ha hecho un magistral análisis de esta relación que, en su opinión, fue decisiva en la vida del prócer. Su padre, Domenico Belgrano Peri, nacido en una pequeña ciudad de Liguria, era parte de una famiglia mercante de las que en siglos anteriores hicieron la gloria de la Serenísima República de Génova. Como otras familias similares, creció desplegando a sus parientes por el mundo. Domenico fue primero asignado a España, gran socia de la Serenísima, y luego a Buenos Aires, a donde llegó en 1753. Eran tiempos de monopolio comercial formal y contrabando controlado, un negocio que requería la complicidad de las autoridades y que Domenico dominaba muy bien, al punto que llegó a poseer una de las más grandes fortunas de la todavía modesta ciudad.

Domenico castellanizó su nombre -Domingo Belgrano y Pérez-, se adscribió a la orden de Santo Domingo -de la que su hijo Domingo llegaría a ser prior-, y se casó en 1757 con Juana González Casero, una criolla de abolengo, con la que tuvo cuatro hijas mujeres y ocho varones. Juana fue su socia en el manejo de la familia y los negocios, dos cosas difíciles de separar en una famiglia mercante. Las mujeres fueron casadas con comerciantes de España o del Alto Perú. De los varones, uno fue destinado a la iglesia, tres a las armas y tres al comercio. Manuel estaba destinado a manejar los negocios de la familia, y a los dieciséis años viajó a España para adquirir el arte della mercatura y sobre todo para conocer a los funcionarios adecuados para los negocios familiares.

Llegó a España en 1786; dos años después su padre sufrió un serio traspié: acusado de estafar al fisco fue puesto en prisión y sus bienes fueron confiscados. En 1791, un cambio ministerial en España modificó la situación de los funcionarios locales, y finalmente Domenico fue liberado y recuperó sus bienes. Quedó pendiente un largo juicio en España, del que debía ocuparse Manuel. Lo hizo bastante bien, pues había aprendido el poco edificante arte de seducir funcionarios. Pero en el ínterin decidió que los negocios no eran lo suyo y que estudiaría leyes. Fue todo un cambio de planes para la familia, que sin embargo lo respaldó, ilusionada con el prestigio que le aportarían las borlas doctorales. Su hermano Francisco se preparó para encargarse de los negocios y Manuel estudió en Salamanca y Valladolid. Obtuvo los grados de bachiller y de licenciado, pero decidió que no optaría por el de doctor -cuatro años adicionales- aduciendo que no se justificaba el sacrifico del dinero familiar y del tiempo propio.

¿En qué quería invertir su tiempo? Por entonces hubo un nuevo cambio de planes, cuyo prospecto volvió a ilusionar a sus padres. En España eran tiempos buenos para los funcionarios estatales reformistas, capaces de impulsar la modernización de la arcaica monarquía. Belgrano conocía a muchos de los entonces influyentes, y tenía llegada con el conde de Floridablanca. Se imaginó funcionario, quizá diplomático. A la vez, se había embarcado en el estudio de la economía política, de la mano de Quesnay, Filangieri y otros fisiócratas, y de la política en general, con Montesquieu y Rousseau. En ese punto, el ministro Gardoqui le propuso ser Secretario del Consulado que se abría en Buenos Aires. Manuel vio allí la posibilidad de aprovechar la autoridad que le confería la monarquía ilustrada para impulsar en su tierra las transformaciones que llenaban su cabeza.

Sus padres, perdidas las ilusiones de las borlas doctorales, encontraron una compensación en la presencia de un hijo en un lugar del Estado ligado a sus actividades, y celebraron la conversión de Belgrano en funcionario y, a la vez, hombre de ideas ilustradas. Belgrano fue secretario del Consulado entre 1794 y 1810. Sus expectativas iniciales se fueron desflecando al constatar la falta de eco entre los miembros de la Junta designados por la Corona, todos comerciantes establecidos -uno de ellos era su padre-, duchos en el arte del monopolio, matizado desde 1778 por el Reglamento de Comercio Libre, y sobre todo de los privilegios y exenciones conseguidos de autoridades complacientes y corruptas. Les interesaron poco los grandes proyectos de Belgrano que, no sin razón, consideraban costosos y de éxito dudoso, cuando no impracticables.

En su Autobiografía de 1814, viéndolos ya con los ojos del curtido revolucionario, así los caracteriza: “nada sabían más que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por ocho”. Dos de sus proyectos tuvieron existencia, aunque breve. Una escuela de Dibujo, que casi no llegó a nacer, y una de Náutica, que dirigió Pedro Cerviño y estaba más adecuada a la realidad. O al menos a las necesidades de un grupo de comerciantes porteños emprendedores que, aprovechando las circunstancias excepcionales creadas por la guerra europea, se aventuraron con sus navíos hasta distintos mercados de un mundo colonial distanciado de sus metrópolis. El más exitoso de ellos, Tomás Antonio Romero, protegió la escuela en la que se formarían “los pilotos que el país necesita”, pero el grueso de los comerciantes de la plaza, indignados por los privilegios concedidos a Romero, lograron finalmente que desde España se ordenara el cierre de la escuela. Pese a todo, se mantuvo en el cargo durante dieciséis años -una eternidad- en los que además padeció una dolorosa enfermedad, quizá porque después de la muerte de su padre, en 1795, y de su madre, en 1799, la Casa Belgrano dejó de ser el refugio seguro para quienes no tuvieran empleo.

De todos sus proyectos personales, solo uno quedaba en pie: destacarse en el mundo de las ideas, al que la Ilustración daba brillo y buen tono, y hablar a la opinión pública que incipientemente se estaba formando en el Plata. “En nombre del bien público -dice en 1814- pasé mi tiempo en igual destino, haciendo esfuerzos impotentes a favor del bien público”. Desde 1796 publicó una serie de Memorias anuales, que fueron el vehículo para expresar sus ideas, inspiradas en Quesnay, luego volcadas en los periódicos que, desde 1802, comenzaron a publicarse en Buenos Aires. En esos trabajos afirmó que la felicidad material y moral de los pueblos se fundaba en la agricultura, y propuso una serie de iniciativas que, curiosamente, tenían poco que ver con las condiciones y problemas específicos de los agricultores rioplatenses, muy conocidos en cambio por Manuel de Lavardén o Hipólito Vieytes.

Tampoco le interesó la explotación ganadera y la exportación de cueros, incipiente por entonces pero que en un futuro cercano sería la base de la prosperidad de Buenos Aires, y que Mariano Moreno -quien no era experto en cuestiones económicas- supo exponer con precisión en la Representación de los Hacendados. Belgrano tuvo en vida una escasa gratificación como hombre de ideas, pero se aseguró un lugar en la posteridad, que lo colocó en el lugar del precursor de las grandes transformaciones de finales del siglo XIX. En abril de 1810 renunció al Consulado, al que ya prestaba poca atención. Por entonces, muertos sus padres, le tocó a sus hermanos Francisco y Joaquín perpetuar, por un tiempo al menos, los logros familiares en el terreno del comercio. Para Belgrano, comenzaba la era de la revolución y la guerra”.

Share