Por Hernán Andrés Kruse.-

EL MILITAR

“El pasaje del funcionario ilustrado al militar revolucionario fue gradual, al igual que el de todos los que se sumaron a “la carrera de la revolución”. El funcionario de la monarquía ilustrada se desilusionó primero de los magros resultados de sus “esfuerzos impotentes a favor del bien público”. Si bien ya había percibido que el tiempo de las ideas solas estaba concluyendo, todavía en 1810 publicó artículos en El Correo de Comercio, defendiendo los principios fisiocráticos de la libertad de comerciar. Desde 1806 muchos comenzaron a buscar salidas ante lo que consideraban inevitable derrumbe del Imperio hispano. Quizá la emancipación total estuviera en su horizonte, pero la idea de legitimidad real seguía arraigada en el común, y era necesario seguir un camino indirecto. Belgrano se sumó al grupo de quienes entraron en contacto con la princesa Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del rey de Portugal residente en Río de Janeiro.

En 1810, cuando los acontecimientos se precipitaron, Belgrano estuvo en el núcleo dirigente, junto con su primo Juan José Castelli y Mariano Moreno, a quien comenzaba a admirar. A nadie extrañó que integrara la Primera Junta. Como a muchos por entonces, las invasiones inglesas y la formación de milicias urbanas lo acercaron a la vida militar. Así comenzó lo que en definitiva fue el giro más importante en la vida de Manuel Belgrano. Hizo sus primeros palotes como oficial de milicias. Consciente de que no sabía nada del arte militar, declaró su respeto a los profesionales, de rango alto o bajo, e hizo un enorme esfuerzo para aprenderlo todo. Entre los nuevos oficiales, algunos descollaron por su ímpetu y arrojo; Belgrano sobresalió en primer lugar por sus dotes didácticas, su capacidad para convertir reclutas novatos en soldados medianamente preparados.

La guerra revolucionaria, que comenzó apenas se instaló la Primera Junta, necesitaba jefes políticamente confiables tanto o más que militares capaces. Así, mientras Castelli fue enviado como comisionado político de la expedición al Norte, a Belgrano, con más experiencia castrense, se lo designó general a cargo de la columna expedicionaria al Paraguay. Así entró, por lo alto, en la vida militar, que sería desde entonces y hasta su muerte su trabajo principal y su mayor servicio a la revolución. ¿Hasta qué punto tenía los talentos necesarios para asumir tamaña responsabilidad? Si las cosas hubieran seguido un cauce más o menos normal y la supervivencia de la revolución no hubiera estado en juego en cada batalla, es posible que en el balance de su carrera militar hubieran pesado sobre todo sus cualidades de organizador y de inspirador, que eran grandes. Pero tal como se desarrolló, siempre dejó un flanco descubierto para la crítica: de sus contemporáneos, cuando fracasaba, y de quienes decidieron consagrar su vida a la profesión militar y miraban con cierta superioridad a quien, por su personalidad y sobre todo por su voz, no parecía destinado a mandar hombres.

Otra forma de trazar un balance es contrastar sus expectativas iniciales con su perspectiva posterior, ya plasmada en 1814, cuando da inicio a su autobiografía. En 1810 el mundo estaba conmovido por el ejemplo de Napoleón, el “pequeño corso” que había llegado a emperador, o el de cualquiera de sus mariscales y generales, que ganaban sus lauros en el campo de batalla. Al dar por terminada su carrera de funcionario y de hombre de ideas, depositó todas sus ilusiones en su nueva carrera militar, combinando las esperanzas colectivas de “una nueva y gloriosa nación” que se levantaba “a la faz de la tierra” con las que vislumbraba para su persona. Mientras marchaba hacia el Paraguay le aseguraba a “su amado Moreno” que no quedaría allí “ni un fusil ni un hombre malo”. Una vez concluida esa misión, rápidamente, prometía: “mi rapidez… será como la del rayo, para reducir a la nada, si es posible, a los insurgentes de Montevideo”. No satisfecho, ofrecía enviar desde Asunción -donde ya se habría instalado- “alguna gente de socorro” que ayudara a Castelli en el Alto Perú. “No se ría V., que todo puede hacerse”.

Es cierto que escribía en confianza a su amigo, a las cuatro de la madrugada. Pero es difícil no sonreír ante la idea de un cuerpo militar que -simplemente- atravesara el Chaco paraguayo para dar el golpe definitivo en el Alto Perú. En ese momento de ilusión, el hombre de ideas pudo ser finalmente el reformador iluminado. Con convicción, se ocupó de imponer la disciplina en la tropa que comandaba y no vaciló en recurrir al fusilamiento como castigo y escarmiento, algo que no había aprendido de Quesnay sino de la experiencia revolucionaria francesa. A su paso por las Misiones dictó un reglamento para reorganizar completamente la vida, la sociedad y las costumbres de los pueblos misioneros, introduciendo las ideas de orden y jerarquía. Con las mismas ideas organizó las escuelas que fundó -con el premio recibido por la victoria de Salta-, estableciendo un singular reglamento en el que la valoración del mérito convivía con un sistema de jerarquías que culmina en “el Maestro” -algo así como “el Filósofo”- y por encima de él “el Fundador”, tutelando a perpetuidad su creación. Ideas poco prácticas quizá, que sirvieron de poco en su presente pero alimentaron el pensamiento de los reformadores de tiempos posteriores, que han ubicado a Belgrano como el precursor de varias de las disciplinas morales.

¿Cómo fue su performance como general entre 1810 y 1814, cuando abandonó el mando del Ejército del Norte? Medida en resultados, no fue malo, pero sí mediocre: tres batallas perdidas y dos ganadas, y ninguno de los objetivos finales logrado, pues ni el Alto Perú ni el Paraguay quedaron en la órbita del gobierno rioplatense. Visto más en detalle, las cosas son un poco más matizadas. Las perspectivas de éxito del improvisado ejército del Paraguay eran nulas, a menos que los apoyos locales fueran fuertes, algo en lo que fueron muchos -y no solo Belgrano- quienes se equivocaron. Las posibilidades de hacer pie en el Alto Perú eran mínimas, como lo demostró la experiencia y confirmó el juicio de San Martín. De las dos batallas en la que fue vencedor, la de Tucumán, verdaderamente decisiva, se ganó de modo inesperado y por la convergencia de circunstancias aleatorias. La de Salta, en cambio, fue conducida muy eficazmente, y constituyó quizás el mayor logro militar de Belgrano.

En cuanto a las catastróficas derrotas que siguieron, hubo muchos que cargaron la responsabilidad en el jefe, y es posible que haya parte de razón. Pero en Ayohuma, ante el general Pezuela, un profesional español tan experto como imaginativo y audaz, los límites de las capacidades del bisoño general porteño quedaron en evidencia. Estos balances siempre serán tema de discusión, y no tengo autoridad para intentar laudarlos. Pero para este caso me importa el balance que el propio Belgrano hizo de sus ilusiones iniciales. En 1813, en Jujuy, presionado por el Directorio para avanzar y liquidar a los realistas -él creía que debía esperar los prometidos refuerzos y mejorar la preparación de su tropa- escribió sobre su “deseo de concluir cuanto antes con la comisión que me inviste y que me es extremadamente odiosa, y que no hay instante que no ansíe verme libre de ella”. No estaba conforme con los soldados, a cuya formación dedicó lo mejor de sus energías. Había iniciado la aventura revolucionaria conmovido por las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, y con una fe roussoneana en las bondades de los hombres en general, y en la capacidad de la educación para hacer aflorar sus cualidades. La guerra arrasó con ese optimismo, al menos respecto de los hombres de carne y hueso que trataba. En 1814, mientras espera a San Martín para liberarse de la carga del mando, lo previene sobre el estado de su ejército. Refiriéndose a los regimientos de libertos, negros y mulatos, le dice: “son una canalla que tiene tanto de cobarde como de sanguinaria”. Particularmente, lo hartaban sus oficiales: carecen de patriotismo, de conocimientos y pericia militar-decía. Les sobra en cambio cobardía y “una soberbia consiguiente a su ignorancia”. Y concluye, ya lejos de Rousseau: “Solo me consuela que vienen oficiales blancos, o lo que llamamos españoles, con los cuáles acaso hagan algo de provecho…”.

EL HOMBRE DE ESTADO

“Belgrano estableció una relación muy buena con San Martín. Lo acompañó unos meses, hasta que en febrero de 1814 marchó a Buenos Aires, donde poco después le asignaron la misión de viajar a Europa, integrando una misión diplomática junto con Bernardino Rivadavia. Pasó unos meses en Río de Janeiro -uno de los centros de la política regional- y en Londres, por donde circulaba toda la información del mundo post napoleónico. La misión diplomática, cuyo propósito era encontrar una salida política a la encrucijada rioplatense, incluyendo una reconciliación con España, no tuvo de momento mayores resultados.

Para Belgrano fue la ocasión de asomarse nuevamente al mundo que había sido familiar para él hasta 1794, y constatar la magnitud de los cambios acaecidos en veinte años. Advirtió la potencia de la Restauración, no solo de Fernando VII en España sino del principio monárquico en general. En su mente cobró cuerpo la idea de que, para que un estado fuera admitido en ese mundo, era necesario un gobierno que le garantizara al resto el orden y la legitimidad. En los términos de la Europa restaurada, esto equivalía a una monarquía. En suma, el carlotista de 1808, el republicano de 1810, viendo el estado del mundo en 1815 aceptó la necesidad de la monarquía.

A su regreso, Belgrano tuvo una aparición destacada en el debate político de la hora: la cuestión de la independencia y del régimen de gobierno. En el Río de la Plata, y particularmente en el Congreso reunido en Tucumán, se discutía la posibilidad de declarar una independencia que de hecho ya se había dado, y también la forma de gobierno a adoptarse, que asegurara la legitimidad interior para un gobierno que debía establecer urgentemente el orden. Pueyrredón, flamante Director supremo, invitó a Belgrano a hablar ante los congresales, el 6 de julio de 1816. No hay registros de lo que dijo, pero abundan los testimonios acerca de su emotividad y convicción. Diríase, a juzgar por lo que siguió en su vida, que fue su canto del cisne.

Trazó un panorama convincente de los peligros de la situación mundial, explicó que había poco que esperar del nuevo orden, salvo la llegada de un ejército español para concluir a degüello con los insurgentes. La independencia era la única opción. Sobre la forma de gobierno, imaginó una que combinara las ideas del mundo acerca de la monarquía, en su versión constitucional, y el visceral rechazo local a cualquier candidato que oliera a godo, como el infante Francisco de Paula, a quien los diplomáticos habían sondeado. Cabe recordar que los límites de lo que hoy llamamos la Argentina no estaban definidos, y se confiaba en sumar al menos una parte del Perú. La suma de todo esto consistió en una formula sorprendente: coronar a un descendiente de los incas, que reinaría desde Cuzco, compartiendo el poder con un Congreso electo.

Casi nadie se entusiasmó con la idea, no solo por los problemas específicos que traería si se aplicara -particularmente para Buenos Aires- sino porque no se le vio asidero. Es quizá la manifestación extrema del Belgrano iluso, capaz de desarrollar un razonamiento a partir de principios abstractos, sin cuidarse de constatar si sus conclusiones conservaban contacto con la realidad. Su discurso generoso, y su conclusión inusitada, quizá sean la mejor síntesis de la vida pública de nuestro héroe”.

EL TRISTE FINAL

“Poco después retomó el mando del Ejercito del Norte, establecido en Tucumán. En su plan de emancipación continental, San Martín le había asignado una misión secundaria: apoyar a Güemes, responsable de la primera línea de defensa en el norte. Desde entonces, la guerra de independencia transcurrió en escenarios lejanos, mientras que en el Río de la Plata arreciaba el enfrentamiento entre el Directorio y los Pueblos Libres encabezados por Artigas. Fue la etapa más dolorosa de su vida pública, sobre todo desde que debió alejarse de Tucumán. El Ejército del Norte, convocado a participar de la lucha civil, se trasladó a Santa Fe y luego a Córdoba, viviendo en la mayor penuria, pues Pueyrredón mandaba a San Martín todos los recursos disponibles. Su jefe estuvo postrado por las diversas enfermedades que había ido acumulando en su vida, a la que se a acababa de sumar la hidropesía. Finalmente delegó el mando y marchó a Buenos Aires, enfermo y pobre, para morir poco después.

¿Por qué aceptó Belgrano tan triste papel? Hay varias respuestas posibles: su fuerte sentido del deber, que lo llevaba a aceptar el destino que le dieran, fuera Londres o Santa Fe. Los lazos afectivos que había tejido en Tucumán -tema de una vida personal que en este texto no hemos querido tratar- o, más simplemente, porque era el único empleo que se le ofrecía a quien, como muchos, habiendo entrado en la carrera de la revolución con una cierta fortuna o profesión, no tenía otra alternativa que vivir de los sueldos del Estado. Fue un final triste por donde se lo mire, pero no excepcional, como lo fue, en cambio, el rápido y vigoroso reconocimiento público, apenas un año después de su muerte, que lo instaló -el primero- en el procerato argentino”.

(*) Luis Alberto Romero: “Manuel Belgrano: el hombre y el prócer”-Revista Bolsa de Comercio de Rosario.

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