Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 29 de mayo, Infobae publicó un artículo de Alberto Amato titulado “El día que Montoneros secuestró al general Aramburu: el relato de Firmenich y la inquietante versión del hijo del militar”. En mayo de 1970 cursaba el primer año de la secundaria y aún hoy recuerdo la conmoción que provocó la noticia del secuestro de quien fuera una de las cabezas visibles de la Revolución Libertadora. En su escrito Amato afirma que el drama de Aramburu sigue siendo una incógnita, un enigma. Las preguntas brotan como hongos: ¿cómo fue posible que un puñado de jóvenes guerrilleros ingresaran, disfrazados de militares, al departamento de Aramburu y lo invitaran a salir con ellos?; ¿cómo fue posible que desde ese lugar cambiaran de rodado en la facultad de Derecho y se dirigieran a “La Celma”, una casa de campo perteneciente a la familia Ramus, situada en Timote, al sur de la Capital Federal?; ¿a qué se debió semejante pasividad de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia?; y la más relevante e inquietante: ¿el gobierno de Onganía dejó la zona liberada para que la cúpula montonera llevara a cabo su operación?

En su artículo Amato alude a las diferentes versiones sobre lo que realmente sucedió entre el 29 de mayo (día del secuestro) y el 16 de julio (día en que fue encontrado el cadáver de Aramburu). La más terrible de todas es la del hijo de Aramburu, quien otorgó veracidad al relato de la cúpula montonera que lo secuestró y ejecutó, pero sin negar la probable colaboración de un sector del gobierno de Onganía enemistado con su padre. Lo que no admite ningún tipo de duda es que el secuestro de Aramburu marcó un antes y un después en la historia contemporánea de la Argentina. Con el macabro hallazgo del cadáver de Aramburu el régimen militar comenzó a desmoronarse sin remedio mientras desde Madrid Perón celebraba alborozado. A partir de ese feroz y morboso acontecimiento el partido militar no tuvo más remedio, pese al postrero intento del sector antiperonista de evitar su desmoronamiento (efímera presidencia del general Roberto Marcelo Levingston) que negociar con la casta política el retorno a la democracia.

Mucho se ha escrito sobre el caso Aramburu o, si se prefiere, sobre la Operación Pindapoy. En 1987 la editorial Grijalbo (Buenos Aires) publicó un libro de Richard Gillespie titulado “Soldados de Perón”. Es excelente. Además, al no ser argentino, el autor está más predispuesto a la objetividad sobre tan espinoso asunto. Así analiza el secuestro y posterior ejecución del teniente general Aramburu. Que el lector saque sus propias conclusiones.

“A las nueve en punto de la mañana del 29 de mayo de 1970, dos jóvenes de uniforme militar subieron al apartamento de un general retirado, en el piso octavo de un edificio de la calle Montevideo de Buenos Aires. El motivo de su visita era, le dijeron, ofrecerle una custodia. Por espacio de varios minutos sostuvieron una amable conversación, durante la cual tomaron una taza de café…, hasta que uno de los visitantes dijo de pronto: “Mi general, usted viene con nosotros”. Si el general no hubiera creído que sus captores eran militares, seguramente se habría resistido, pues era un personaje político muy importante: Pedro Eugenio Aramburu, uno de los líderes del golpe que depuso a Perón en 1955 y jefe del régimen militar de 1955-1958. No se habría ido con ellos tan tranquilo si hubiera adivinado que el “capitán” que estaba utilizando sus conocimientos adquiridos en la academia militar era Emilio Ángel Maza, que el “teniente primero” que le acompañaba era Fernando Luis Abal Medina y que ambos constituían la jefatura de una organización guerrillera urbana peronista llamada Montoneros.

Tres días después el general había dejado de existir y la organización montonera hacía con ello una sensacional aparición en la escena política argentina. El Operativo Pindapoy (o el Aramburazo) había requerido un cuidadoso planeamiento, intrepidez y sangre fría por parte de sus autores, pero había podido conducir, y casi lo hizo, al hundimiento de los Montoneros como resultado de su excesiva ambición, de su inexperiencia y de su espíritu aventurero. Por entonces la organización sólo se componía de doce personas, de las cuales diez se comprometieron en el comando Juan José Valle, que llevó a cabo la operación (…) Fue en todos sentidos una operación del tipo “todo o nada”, mediante la cual los Montoneros esperaban lograr tres objetivos.

El primero de ellos consistía en dar a la organización el bautismo público proclamando la responsabilidad de una acción espectacular que tendría repercusiones en todo el país. El hecho de que produjese el día del primer aniversario del “Cordobazo”, mientras los militares celebraban el Día del Ejército, dio más fuerza al impacto y más relieve a la fecha. Una serie de cinco comunicados, escritos por Emilio Maza y Norma Arrostito, difundieron paso a paso la noticia del acontecimiento y presentaron a los Montoneros al público. “Nuestra organización-anunciaron en el comunicado número 5-es una unión de hombres y mujeres profundamente argentinos y peronistas, dispuestos a pelear con las armas en la mano por la toma del Poder para Perón y para su Pueblo y la construcción de una Argentina Libre, Justa y Soberana”. Los Montoneros anunciaban su adhesión a “la doctrina Justicialista, de inspiración cristiana y nacional”. Cosa más bien extraña, la influencia católica estaba también presente en el comunicado que anunciaba la muerte de Aramburu. Terminaba con las palabras: “Que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma”.

En segundo lugar, el Operativo Pindapoy tenía un propósito punitivo. Después de unos procedimientos judiciales simulados, destinados a establecer la legitimidad de la operación, Aramburu, como símbolo principal del antiperonismo, fue sometido a “la justicia revolucionaria” por sus ignominiosos actos del pasado (sobre todo, por haber expatriado el cadáver de Eva Perón en 1956 y por la responsabilidad de la ejecución ilegal de veintisiete peronistas en junio del mismo año). Para muchos, el asesinato de Aramburu fue brutal y vengativo, especialmente teniendo en cuenta el tiempo transcurrido entre los “crímenes” y el “castigo”, pero los dos citados acontecimientos de 1956 habían quedado profundamente grabados en la memoria de los peronistas, por lo que los sectores más combativos lo consideraron un acto justiciero. Antes de su prematura muerte, Evita se había ganado el afecto de millones de ciudadanos, y el propio Perón dijo de quienes habían “secuestrado” el cadáver: “De esas víboras no debe quedar una viva”.

Poco después de la desaparición del cuerpo, las represalias de Aramburu contra un pequeño grupo de militares y civiles peronistas rebeldes ilustró el encarnizamiento del conflicto peronista-antiperonista. La revuelta acaudillada por el general Juan José Valle fue poco más que un simulacro de levantamiento; sólo obtuvo un éxito momentáneo en La Plata, y fue sofocado en veinticuatro horas por un régimen que conocía previamente los planes del golpe. Lo que enfureció a los peronistas no fue tanto la pérdida de siete insurgentes durante la breve lucha, como el fusilamiento, entre los días 10 y 12 de junio, de dieciocho militares y nueve civiles que se habían rendido suponiendo que se les respetaría la vida. En algunos casos se aplicaba la ley marcial retrospectivamente; en otros las sentencias iniciales de detención eran anuladas por el régimen a favor de una ejecución inmediata. Catorce años después, no fueron las víctimas de Aramburu las que retornaron de la muerte para darle caza, como Valle le habría prometido en una carta que le dirigió, pero sin duda alguna el comando montonero que llevaba el nombre de Valle consideró que vengaba la muerte de unos patriotas.

Por paradójico que pueda parecer, la tercera razón que había detrás del “Aramburazo” fue la de que Aramburu había empezado a conspirar contra el régimen de Onganía. Desde 1969, consciente de la alarmante inquietud social había estado haciendo lo posible para deponer a Onganía y dar a la Argentina una solución electoral cuasi liberal. Aunque no llegó a articular el plan por completo, éste giraba en torno a la idea de atraer a los líderes peronistas más conciliadores, tales como Jorge Daniel Paladino, hacia una amplia alianza política en un esfuerzo por superar el largo antagonismo entre peronistas y antiperonistas. Dividiendo el movimiento Peronista y ofreciendo cargos a sus “moderados” en un nuevo orden civil, se negaría al ala revolucionaria la protección y ayuda que recibía del movimiento nacional pluriclasista; aislados, los revolucionarios podrían ser aniquilados militarmente. A grandes rasgos, el plan perfilaba el Gran Acuerdo Nacional del general Lanusse de 1971-1973, aun cuando este último daba gran importancia a la necesidad de que Perón regresara para que pudiese desautorizar las “formaciones especiales” de los “Jóvenes Turcos”.

En lo tocante a los Montoneros, tales planes eran mucho más peligrosos que la empresa cuasi-corporativista de Onganía y la proscripción del peronismo. Los razonamientos de los Montoneros eran poco más o menos éstos: el peronismo es el movimiento revolucionario del pueblo argentino; como tal no puede acomodarse dentro de ningún régimen liberal cuasi-democrático; cualquier intento de integración dirigido a los peronistas conciliadores estaría principalmente motivado por el deseo de destruir el peronismo como fuerza revolucionaria; al mismo tiempo, los militares nunca permitirían que se celebrasen unas elecciones libres, porque el Movimiento Peronista no sólo las ganaría, sino que procedería a asaltar los bastiones del privilegio; por ello, el peronismo seguiría una inequívoca estrategia revolucionaria, dirigida hacia la toma violenta del poder; los sectores conciliadores serían atacados, lo mismo que los incitadores de su postura desde fuera; de otro modo, aunque el peronismo de base no sucumbiría nunca a sus “engatusamientos”, éstos podrían desorientarlo por algún tiempo y dividirlo con sus maniobras reformistas.

Los Montoneros habían conseguido un éxito parcial en cada uno de sus objetivos. El “Aramburazo” ciertamente dio a conocer a los Montoneros y su nombre empezó a resonar. Por otra parte, aún cuando sus autores lo calificaron más tarde de “primera hazaña militar llevada a cabo por una organización revolucionaria que implicaba por sí misma una definición política”, tal definición se perdió para la opinión pública “liberal”. Amigos de Aramburu, tales como Próspero Fernández Alvariño (alias Capitán Gandhi), dieron a entender que los Montoneros eran simples cabezas de turco de un crimen perpetrado por el régimen de Onganía, o insinuaron que los guerrilleros estaban aliados con los Servicios de Seguridad.

En apoyo de la primera de estas tesis, los apologistas del desaparecido “soldado de la libertad” recordaron al público que los secuestradores vestían uniforme militar, que, después, cuando la policía acorraló a algunos montoneros sospechosos, nada se había intentado para detenerles vivos, y que la viuda de Aramburu sostuvo no reconocer los cadáveres de los secuestradores de su marido cuando los hubieron muerto a tiros. Los partidarios de la segunda de tales tesis basaban su postura en las informaciones aparecidas en “La Vanguardia”, según las cuales Mario Firmenich había visitado veintidós veces el Ministerio del Interior durante los meses de abril y mayo de 1970. Ambas interpretaciones se basaban en pruebas muy cuestionables y, sobre todo, en anticuadas apreciaciones biográficas de los Montoneros. El detallado relato del Operativo Pindapoy, que incluía la descripción de los efectos personales de Aramburu y que después publicó la organización demostró que los Montoneros no eran cabezas de turco.

Además, ambas interpretaciones adolecían de una caracterización política errónea de los Montoneros, que pronto adquiriría la categoría de mito. Se suponía que Abal Medina, Ramus, Firmenich y Maza seguían siendo los católicos de derechas que habían sido anteriormente, en los años sesenta, y que por lo tanto eran simpatizantes de Onganía. Los liberales subestimaban el dinamismo de la radicalización católica de los últimos años sesenta y no podían comprender que tantos jóvenes asiduos de la misa pudieran haber optado por la lucha armada. Así el “Aramburazo” dio a los Montoneros un nombre que se hizo familiar para todo el mundo y fue bien acogido por los peronistas, pero no aclaró por completo la identidad política de la organización.

El segundo objetivo, el de someter a Aramburu a la “justicia revolucionaria”, se logró, pero su impacto potencial no llegó a su máxima expresión debido a las restricciones de la libertad de prensa. Previendo ese problema, los Montoneros grabaron en cinta magnetofónica el “juicio”, pero más tarde, durante las represivas consecuencias del “Aramburazo”, quemaron las cintas como medida de seguridad. De acuerdo con su propia referencia de los hechos, las cintas habrían probado que Aramburu se reconocía responsable de haber legalizado los fusilamientos de 1956, la represión del Movimiento Peronista y la desaparición del cadáver de Eva Perón, al tiempo que se declaraba inocente de otros cargos. Según se comentaba, Aramburu, al ser interrogado, dijo, sin revelar detalles, que el cadáver de Evita se hallaba en un cementerio de Roma; entonces, los montoneros intentaron trocar los restos de su víctima por el de su “Abanderada de los Trabajadores”, hasta que el descubrimiento del cadáver del general el 16 de julio desbarató sus planes. Fue encontrado en la estancia, enterrado en un sótano, antiguo almacén de las armas robadas en el Tiro Federal de Córdoba en febrero de 1969.

Finalmente, los Montoneros consiguieron cierto grado de éxito en la búsqueda de su tercer objetivo. Onganía, contra quien se alzaban con creciente estridencia las voces de los militares desde el “Cordobazo”, fue depuesto por los altos mandos militares sólo diez días después de que el “Aramburazo” sacudiera a Argentina. Su sustituto, el general Roberto Levingston, ex jefe del Servicio de Información del Ejército, pronto perdería, a su vez, la confianza de los oficiales más lúcidos. La ambición de Levingston, de prolongar la “revolución argentina” durante otros tres o cuatro años, unida al hecho de que sólo estaba dispuesto a consultar “corrientes de opinión”, en vez de volver a legalizar los partidos y avenirse a un arreglo con Perón y con Balbín, líder de la UCR, pasó por alto la amenazadora realidad de la amplia hostilidad pública hacia los militares y el creciente faccionalismo militar. El plan de Aramburu de una retirada militar y de la celebración de elecciones para aislar a las guerrillas no se logró cumplidamente hasta la sustitución de Levingston por el general Alejandro Lanusse en marzo de 1971. Los partidos políticos volvieron a ponerse legalmente en funcionamiento al cabo de un mes. Los Montoneros, pues, habían ayudado a desestabilizar al régimen militar, pero con su primer acto público sólo aplazaron los intentos de darle una alternativa civil reformista”.

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