Por Carlos Tórtora.-

En un enfoque original porque se aparta de las críticas escuchadas hasta ahora, el constitucionalista Andrés Gil Domínguez opinó que el Pacto de Mayo «es otro burdo intento por desplazar la vigencia de la Constitución Nacional y desconocer la reforma de 1994 sin tener que someterse al proceso de reforma expresamente estipulado en el artículo 30».

Y añadió: «el objetivo final persigue imponer un modelo autocrático que tenga como punto de partida a las «Provincias Unidas del Sur», soslayando que nuestra identidad constitucional se funda se funda en las Provincias Unidas del Río de la Plata, la Confederación Argentina o la República Argentina».

El análisis apunta a que, en la historia argentina, los pactos precedieron a la normatividad y da tres ejemplos: el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos preparó la sanción de la Constitución de 1853. En 1852, el Pacto de San José de Flores posibilitó la incorporación de Buenos Aires a la Confederación Argentina y el Pacto de Olivos en 1993 habilitó la reforma integral de la Constitución.

La opción del gobierno

Cabe preguntarse entonces cuáles serán las consecuencias normativas del Pacto de Mayo, es decir, si el gobierno intentara aplicar su texto a través de leyes y decretos.

Llegado a este punto, Domínguez sostiene que «el Pacto de Mayo no tiene nada que ver con los pactos celebrados en la historia constitucional argentina; su texto no es producto de ningún consenso y se asemeja más a un contrato de adhesión impuesto desde el centralismo unitario».

En otras palabras, que carece de las características fundamentales de un Pacto y de este modo podría ser impugnado si se lo utiliza como fundamento normativo.

Así es que corresponde especular sobre cuáles serían las verdaderas intenciones del gobierno. Es decir, si dejar las cosas como están y que el Pacto quede como un gesto simbólico o, por el contrario, darle fuerza imperativa y que se convierta en la base de la acción de gobierno.

Share